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Antonio Papell

De Algeciras a Dinamarca

España ha tenido la desgracia de padecer un nuevo caso de terrorismo islamista: un ‘lobo solitario’, al parecer enfervorizado por los contenidos del islamismo radical en la red, ha asesinado en Algeciras a un sacristán a quien confundió con un párroco católico y ha herido gravemente a otro sacerdote, ya fuera de peligro. Algeciras es una gran ciudad portuaria gaditana con una población multiétnica, que ha vivido hasta ahora su diversidad en paz y armonía. Sobre el criminal, de origen marroquí, recaía una orden de expulsión por entrada irregular en territorio español, que nunca fue ejecutada.

El crimen de Algeciras ha sido, cómo no, aprovechado por la extrema derecha para intensificar su mensaje racista y xenófobo, que genera animadversión contra los extranjeros, extiende el odio a las culturas diferentes, lanza un mensaje de nacionalismo étnico y niega el multiculturalismo para tratar de encerrar a la sociedad autóctona en las redes de una homogeneidad castradora y reaccionaria.

España está en una ubicación estratégica, que ha condicionado su devenir histórico. Milenario melting pot de razas y pueblos diferentes, no es fácil acreditarla por su pureza de sangre. Y hoy, este país, que ha conseguido en el último medios siglo un desarrollo socioeconómico y cultural extraordinario, es en muchos sentidos un modelo de tolerancia racial, de feliz asimilación de extranjeros, de respeto a la diferencia. Los sectarios son minorías caracterizadas, pero la presión masiva es hacia la apertura y la multiculturalidad. Cunde felizmente la diversidad en identidades y razas, en preferencias sexuales, en creencias políticas y religiosas. Siempre con el límite estricto de la vigencia de los derechos humanos y del criterio de que la libertad propia termina allá donde comienza la libertad de los otros. Uno de los primeros gestos de Sánchez en el poder, todavía en 2018, fue el atraque en España del buque Aquarius con cientos de inmigrantes africanos a bordo, tras un infructuoso peregrinaje de la nave por el Mediterráneo. La polémica entre la mayoría tolerante y la minoría intransigente ya existía entonces, y se mantiene ahora, acentuada por el discurso de la extrema derecha.

Frente a esta situación, que aún ha de avanzar en la dirección de la heterogeneidad y del mestizaje —hacia la globalización en el sentido más amplio—, producen embeleso y admiración ciertas noticias como la que nos llega estos días desde Dinamarca. Este país nórdico ha decidido este pasado 30 de enero otorgar por sistema asilo a las mujeres originarias de Afganistán en razón de su sexo, ya que ellas han experimentado un fuerte retroceso de sus derechos tras el retorno de los talibanes al poder. «La decisión se ha basado en informaciones relativas al deterioro continuo de las condiciones de vida de las mujeres en Afganistán», ha declarado la comisión de ayuda a refugiados danesa en un comunicado con el que se ha zanjado el caso de cinco demandantes de asilo que se hallaban a la espera. Además, se revisarán todas peticiones provenientes de personas afganas —hombres y mujeres— una vez constatado que tras el retorno de los talibanes al poder en agosto de 2021 se han laminado las libertades conquistadas por las mujeres en los veinte años anteriores, al tiempo que se deterioraba hasta la aberración el sistema de libertades de dicho país, abandonado a su suerte.

Estados Unidos está mostrando en este asunto una sensibilidad diferente de la europea. Washington retiró sus tropas con frialdad, sabiendo que dejaba tras de sí un gran desastre humanitario. Europa es más consciente de que el abandono de Afganistán constituye un fracaso de todo el Occidente, que se desentiende del drama del Tercer Mundo. La pequeña Dinamarca, uno de los países más libres de la tierra, da sin embargo testimonio admirable de unas convicciones que deberían extenderse a todas las democracias que forman el reducido club de las libertades en el planeta. Si todos fuéramos Dinamarca, la globalización se vería de otra manera ya que existiría una solidaridad de fondo basada en los grandes principios del humanismo que, en dosis diferentes, profesamos quienes hemos abrazado y practicamos el credo democrático.

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