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José Carlos Llop

Agustín Villaronga: una memoria

Lo recuerdo en el colegio de Montesión por dos cosas: la primera porque iba tres cursos por delante del mío y de los colegios suele recordarse a los mayores y no al revés. La segunda por su físico y su rostro, distintos y singulares, ya desde muy joven. Distintos porque se distinguían con fuerza expresiva del resto del alumnado; singulares porque apuntaban una personalidad que sólo podía relacionarse con el arte (en su caso el italiano del Cinquecento) o así lo veía yo. Después fuimos sabiendo —un colegio es una sociedad cerrada— de su vocación por el cine y ahí lo acogieron tanto el padre Garau —que fue nuestro profesor de esa asignatura en 5º de Bachiller— como el padre Alcover (en mi casa, Norberto) que entonces ya vivía en Madrid y dirigía la revista cinematográfica Reseña. Hablo de la arqueología de Agustín Villaronga, donde estuvo la formación del carácter y por tanto de su destino de cineasta. Lo que inmediatamente después le sigue, fue el proyecto de rodaje de una película titulada, si no recuerdo mal, Al Mayurqa, que gozó de mucho eco en la prensa local, asunto que ya anunciaba lo que sería su vida pública. Si tuvo etapas de sequía laboral, que las tuvo, y largos silencios artísticos, que los hubo, Agustín Villaronga nunca dejó de estar presente, aunque no hubiera película inminente de por medio.

El siguiente recuerdo es del Instituto Italiano de Cultura de Barcelona, año 1975. Yo estudiaba —es un decir— Tercero de Derecho y él ya era una de las jóvenes promesas del cine español y esto no es un decir. Rara por distinta también, pero promesa y nosotros a la espera: la indiscutible personalidad de su arte —de lo que después sería su arte— fue desde el principio marca de la casa y un espíritu, más esteticista que contestatario, más entomológico que humanista, diferente al acostumbrado entonces.

Pero no me alejo del Instituto Italiano: era una tarde de noviembre, la del día 3, creo, (Franco ya estaba muy enfermo y todo el país, tenso y expectante). El día anterior habían asesinado a Pasolini en la playa de Ostia y se improvisó rápidamente un homenaje barcelonés al cineasta italiano. Allí fui con un amigo y encontré a Agustín Villaronga en el salón de actos, entrando a la derecha, sentado sobre una especie de pedestal y con la barbilla apoyada en mano. Así se mantuvo durante casi todo el acto. La pose, lo pensé entonces, era otra vez del Cinquecento: como una figura más de Miguel Ángel que de Rafael, o salida a medias del Satyricon de Fellini y Las Mil y una Noches de Pasolini. La presencia de Villaronga nunca pasaría desapercibida allí donde fuera.

De los participantes en aquel homenaje sólo recuerdo con claridad al poeta José Agustín Goytisolo y confusamente a Román Gubern. No recuerdo quién más había en la mesa (y eran varios), sólo que el salón de actos estaba abarrotado de gente y la electricidad —eran tiempos eléctricos— se respiraba con creces y flotaba una emoción cuya intensidad, entonces habitual, el tiempo se encargaría de ir limando. Luego llegó la democracia y poco después Villaronga impactó sin contemplaciones con Tras el cristal. Cierto tremendismo agónico, un espíritu poético y la pulsión de la morbosidad serían las constantes de su cine, que destacaría luego con la adaptación de El mar, de Blai Bonet —cuya corrección de estilo en su versión castellana me encargó— y culminó con otra adaptación, la de Pa negre, de Jordi Teixidor, sin olvidar la del relato de Georges Simenon, Pasajero clandestino: la literatura siempre al fondo y los merecidos —en su caso— premios Goya. Más una certeza, que no siempre se tiene: que hubiera podido hacer —y bien— lo que se le pusiera por delante. Todos estos años supe de su vida por un gran amigo de los dos, el poeta y curator Enrique Juncosa, y a principios de marzo de 2011 nos encontramos en el Teatre Principal, la noche en que nos dieron a ambos el Premi Ramon Llull: el cine y la literatura una vez más y Montesión al fondo.

La última vez que nos vimos —hay otras antes, en la antológica de Rafel Joan en el Baluard, en la terraza del Círculo de Bellas Artes de Madrid, en no sé qué estreno de El Principal…—, fue el 31 de diciembre del año pasado, Festa de l’Estendard, en el ayuntamiento de Palma. Se acercó con mi nombre en los labios y un abrazo muy cariñoso, y durante unos segundos no supe reconocerlo. Me excusé en la pérdida de vista que trae la edad; nos reímos de la edad y de sus mermas y mientras estuvimos charlando, pese a estar muy enfermo, fue el Agustín de siempre —seguía poseyendo una inusual dulzura en el trato— y ante mí tuve otra vez aquel personaje del Cinquecento que siempre fue (o que yo siempre vi en él). Cansado, lívido y más delgado que nunca, pero ahí estaba, de nuevo. Tres semanas después moría en Barcelona el mejor director cinematográfico que haya dado Mallorca y el más refinado y heterodoxo del cine español.

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