Escribo en castellano porque así hablábamos en Montesión donde compartimos una adolescencia repleta de ilusiones, silencios e incógnitas. Entre nosotros apenas nadie sobresalía; bueno, al cumplir los quince , quizás Xisco C., llegado del arrabal de Santa Catalina, logró rasgar ese velo que tanto nos oprimía sin que los más nos diéramos cuenta. Sí lo hizo en uno de los más retraídos, muy flaquito y en absoluto dado al lucimiento personal. Era tímido, excesivamente vergonzoso y con un pánico escénico monumental. Su imagen de buen chico y su nula combatividad -algo que debía sacar de sus casillas a nuestros educadores- le granjearon impunidad a cualquier atisbo de rebeldía. Tanto es así, cuando todo eso estalló, la inercia le impidió bajar sus calificaciones. Él, extasiado ante nuestro Metelo particular (recuérdese la película pasoliniana del mismo título)- se esforzaba por suspender, por obtener cuanto menos una tarjeta de amonestación, por ser represaliado como los demás. Pero los jesuitas, muy suyos, no cedían a sus provocaciones, así, pese a sus inútiles atropellos y con dos tandas de ejercicios espirituales en Son Bono, siguió siendo un estudiante modélico hasta que acabó el preu y se fue a Barcelona.

Fue ahí donde conocí a Agustín Villaronga. Habíamos compartidos los tutelares muros durante unos diez años sin nada en concreto que nos acercara. No sé bien a qué se debió esa nueva complicidad; de hecho, al dejar la isla cada cual emprendía una vida fuera ya del yugo jesuítico que nos había agrupado. Mi descubrimiento del cine propició sin duda esta nueva relación que con largos distanciamientos y felices reencuentros ha perdurado ya más de cincuenta años. Aquellos matinales en el ya viejo Publi Cinema del Paseo de Gracia aprendiendo con Rui Guerra, Serguéi Eisenstein y Pier Paolo Pasolini, me despertaron unas emociones que él ya llevaba tiempo acumulando. Ambos estudiábamos letras pero en universidades diferentes. Yo no sabía qué perseguía; él lo tenía muy claro: tras leer las escasas cinco páginas que su amigo Vicente Ferrer Guayta (e.p.d.) publicara a principios de los setenta bajo el titulo de ANTA, sabía muy bien cuál era el derrotero de su vida: transformarlo en imágenes. Muchos años después Agustín haría lo mismo con la cruda realidad social cubana en El rey de La Habana, el cuento homónimo de Pedro Juan Gutiérrez.

Transcribo literalmente:

«Cuando Anta era todavía un niño. Estaba en su recuerdo una estación de trenes con viejas locomotoras y gentes vestidas de ropas extrañas.

Hoy después de un tiempo que sólo transcurre en su mente enferma, porque Anta es todavía un niño físico. No recuerda absolutamente nada de su historia. Por eso es un alma vagabunda. Un niño sin recuerdos de infancia.

Los recuerdos para Anta forman parte del pasado. Porque Anta forma parte del pasado y sólo recuerda el futuro».

Su trilogía de ANTA -cuyos montajes tuvieron lugar en nuestro entresuelo de Sarrià bajo los acordes orffianos del Carmina Burana, Catuli Carmina, el Triunfo de Afrodita y La Luna- se extendió gestando un paraíso de demonios y ángeles. Y aquel niño físico que tras el cristal jugaba con la luna, y en los pasillos del colegio mordisqueaba pan negro acabó en el vientre del mar.

En su conversación con Joseph Gelmis, Bernardo Bertolucci da con las claves: «Los petirrojos cantan siempre la misma canción». La entrevista se publicó en el libro El director es la estrella (Anagrama, 1970). La balada de Agustín, su Creación, responde a la mirada de un ANTA. Ya perdido en las estaciones, ya anónimo entre un gentío de raros vestidos, ya desde Cala Mesquida donde transcurría la apoteosis de Al Mayurqa, ya en el mismo patio de la Misericordia, en Palma, en el verano del 21. Entonces volví a ver a mi amigo de la clase, asustado, tratando de escurrirse (y consiguiéndolo) ante la ovación impactante y merecida de tanta admiración y estima; la misma que acaba dejar entre nosotros.