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Antonio Papell

La democracia USA se degrada

Como es conocido, hace diez días el californiano Kevin MacCarthy consiguió la presidencia de la cámara de Representantes de los Estados Unidos, con un escuálido apoyo de 216 congresistas (en la cámara baja, los republicanos cuentan con 222 escaños frente a 213 de los demócratas) y después de 14 votaciones fallidas que se desarrollaron durante cuatro días, repletos de negociaciones con la veintena de miembros más radicales del partido republicano, que arrancaron un gran botín al aspirante. En cuanto consiguió su objetivo, el flamante speaker MacCarthy rindió inmediatamente pleitesía a Trump para que quedase constancia de sus vinculaciones y consiguientes obligaciones.

Lo grave del caso no es tanto la humillación que ha debido digerir el nuevo líder del Congreso, tercera autoridad de los Estados Unidos, cuanto el contenido del chantaje al que ha tenido que plegarse para conseguir el liderazgo parlamentario. En efecto, para obtener la condescendencia de los 20 radicales, tuvo que firmar con el cabecilla, Chip Roy, un comprometido acuerdo por el cual un solo legislador puede forzar una moción de censura en contra del presidente de la cámara. Hasta ahora, y desde 1995, la dirección del partido observaba la Regla Hastert, implementada por el presidente Dennis Hastert (un republicano de Illinois que luego fue encarcelado por abuso de menores), que obliga a que el speaker promueva solo aquellas políticas que cuentan con el apoyo de la mayoría de la conferencia republicana.

La cuestión no es banal porque en los Estados Unidos, a diferencia de la mayor parte de las democracias maduras occidentales, los partidos políticos son menos compactos y la disciplina de voto es muy relativa. Y si hasta ahora las decisiones del grupo republicano se anotaban por una mayoría contundente de al menos la mitad de los parlamentarios, ahora será suficiente la oposición frontal de un solo miembro para paralizar el Congreso, y por lo tanto toda la actividad política de los Estados Unidos, incluso aquellas decisiones que de no adoptarse pueden paralizar el todo el sector público del país, como es el caso del límite de gasto presupuestario. En definitiva, los extremistas exigen que los líderes de su partido no postulen ninguna legislación que aquellos desaprueben personalmente, sin importar cuán importante sea para el futuro del partido y cuán vital sea para el país. No solo están decididos a cortar toda cooperación con los demócratas —algo tan antidemocrático como paralizante–: también quieren obligar a sus propios colegas republicanos a someterse a su voluntad, la voluntad de unos pocos.

No es la primera vez que el speaker sufre una revuelta de las bases para limitar su poder; en 1910 y 1923 hubo conatos de insurrección planteados por republicanos progresistas (moderados) que procuraban nuevos equilibrios. Ahora, en cambio, los rebeldes son extremistas, herederos intelectuales del Tea Party que apareció en el Capitolio en 2010. Aquellos radicales, partidarios de la inflexibilidad, vieron con desagrado cómo sus líderes parlamentarios pactaban con los demócratas para resolver asuntos bloqueados (proyectos de ley de asignaciones, aumentos en el límite de deuda y otras leyes esenciales). Y tomaron represalias contra Eric Cantor en 2014, contra John Boehner en 2015 y contra Paul Ryan en 2019… Ahora han maniatado a McCarthy hasta inutilizarlo en la práctica… Lo que augura al menos dos años de parálisis, en que la administración Biden tendrá serios problemas para abrirse camino (y con ella, toda la nación norteamericana).

Es cierto que esta situación debe enmarcarse en un panorama general relativamente optimista tras las pasadas elecciones de medio mandato, que pusieron de manifiesto las escasísimas posibilidades que tendría el expresidente Trump para intentar un nuevo desembarco en la Casa Blanca. Por el contrario, el presidente Biden se ha consolidado y ha mejorado las expectativas a medida que discurría la legislatura; sin embargo, la provecta edad del líder demócrata carga de incertidumbre el futuro.

De cualquier modo, a los Estados Unidos, que han rectificado viejas derivas y han aportado últimamente nuevos elementos de estabilidad de la comunidad internacional, no están ni mucho menos consolidados en el lugar central que debería corresponderles en los grandes equilibrios estratégicos. Por ello mismo, Europa debe cultivar el vínculo trasatlántico sin olvidar ni un momento que el otro punto de amarre no ofrece todavía las debidas garantías de seguridad.

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