Diario de Mallorca

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José Carlos Llop

Primeros días del año

(Día 6) Durante años he escrito en estas fechas un artículo sobre los Reyes Magos y el poema de Eliot, donde el poeta norteamericano que se prefirió europeo nos cuenta el viaje de los Magos de Oriente y sus penalidades. El invierno es el más crudo que han vivido, los camellos se llagan, ahí donde van los apedrean o les cobran cantidades astronómicas por un jergón inmundo, los camelleros se emborrachan y desertan, pero ellos siguen el rastro de la estrella, convencidos de que van a asistir a un hecho único y trascendente en la Historia, aunque desconocen cuál va a ser este hecho.

La dureza de la travesía les provoca la añoranza de sus palacios de verano, el paso sensual de las muchachas que les servían, las terrazas desde donde contemplar el firmamento y tomar notas esenciales para su ciencia. Y como en el caso de Ulises y las sirenas, una voz los atormenta insistiendo en que regresen a casa. Pero ellos no lo hacen y al llegar a su destino logran contemplar lo que nadie había contemplado nunca: el nacimiento de un Dios que ha de redimir a los hombres. Entonces sí regresan. Pero desde aquel momento les ronda la eterna pregunta: ¿asistimos a un nacimiento o a una muerte? Porque su mundo ya les resulta ajeno, tanto como los viejos dioses a los que adoran sus habitantes. Y sólo desean emprender otro viaje como el que hicieron años atrás, sabiendo que nunca más se producirá algo así en el mundo.

Lo pensaba estos días cuando leí que en Mallorca un rey Baltasar se negó a entrar en la iglesia porque era musulmán –razón incomprensible para cualquier cristiano (y Reyes es una fiesta cristiana cuyos protagonistas no lo eran)– y otro llegó a la cabalgata, digamos que con una buena dosis de alcohol en el cuerpo y el revuelo consecuente. No nos privamos de nada, pero peor fue en Galicia donde otro de los Reyes, leí, resultó ser un condenado por tocamientos. Los tiempos…

(Día 8) Los asaltantes del Tribunal Supremo, el palacio presidencial y el parlamento brasileño destruyeron mobiliario y algunas piezas artísticas, apuñalaron pinturas y destriparon un reloj procedente del Versalles dieciochesco. Todo muy revelador del instinto que los animaba: los detalles suelen ser más importantes que el argumento central. Hay una palabra que se usaba en el siglo XIX y ahora apenas, que es la palabra ‘turbamulta’. Parece muy adecuada para lo que ha ocurrido en Brasilia: la turbamulta asaltó las principales instituciones del Estado. Uno de los objetos que hicieron añicos fue un jarrón chino de la dinastía Shang, de 3.500 años de antigüedad.

Este jarrón chino es una buena metáfora de lo que está ocurriendo con la democracia en el mundo, muy afectada por la filosofía de la sospecha, el resentimiento como carburante social y su uso por políticos que la contemplan como modus vivendi o medio de progreso personal. Un jarrón chino de esa época es un triunfo del refinamiento humano y su continuidad en el tiempo, como en cierto modo lo era la democracia como forma de convivencia entre desiguales. Su destrozo brasileño convierte ese jarrón en su segunda acepción: la de algo decorativo que no pinta nada más que su apariencia y que puede ser arrinconado –o hecho fosfatina– en menos tiempo del que creemos. Como la misma democracia.

(Día 12) Quienes más nos han enseñado de democracia en el siglo XX, han sido algunos historiadores británicos, que han pensado la historia de Europa mejor que muchos de sus colegas continentales. Pero esa calidad de visión, proporcionada a medias por una excelente formación académica y el distanciamiento que regala el Canal de La Mancha, no les ha servido para evitar la desgracia suicida y antieuropea del Brexit. Aunque cuando observamos algunas de las cosas que ocurren en Europa, tal vez lleguemos a la conclusión –errónea o acertada– de que el Brexit sólo fue un sálvese quien pueda, que llega la galerna.

Esta semana ha muerto Paul Johnson, un historiador conservador que procedía del progresismo laborista. Rápidamente se ha destacado que le escribió discursos a Margaret Thatcher y que mientras se manifestaba muy crítico con el affaire Clinton-Lewinski, él mantenía en secreto una relación extramatrimonial. Allá cada uno, pero recuerdo que algunos de mi generación, del mismo modo que sustituimos a John Lynch por John Elliot –o lo que es lo mismo, la información por la sabiduría en su visión de la España de los Austrias–, también sustituimos el fervor por la Guerra Civil –encarnado en Hugh Thomas, Paul Preston y otros– por el conocimiento de una Europa que nos había sido negada y ese conocimiento nos lo ha dado una trilogía de historiadores de amplio espectro. Sin gustarme las etiquetas, porque siempre son injustas, diré que la forman el conservador Paul Johnson, el progresista Tony Judt y el historicista Anthony Beevor.

Desgraciadamente, Tony Judt murió hace varios años –imprescindibles su lúcido ensayo Algo va mal (que debería ser de obligada lectura en el bachiller y nuevamente en el último curso universitario) y su libro de conversaciones con Timothy Snyder Pensar el siglo XX– y Paul Johnson se ha ido ahora dejándonos una inmensa bibliografía entre la que destaco Tiempos Modernos, o la historia del siglo XX y su minucioso desnudamiento de la brutalidad de los totalitarismos; El nacimiento del mundo moderno o un millar de páginas que resumen los quince años del siglo XIX que lo cambiaron todo; e Intelectuales, una suma de biografías de escritores, poetas, pensadores y filósofos –Marx o Sartre, pero también Hemingway, Tolstoi o Rousseau– que desvela la doble moral –predicar por un lado y hacer lo contrario por otro– de sus protagonistas, en un libro que una vez abierto no se puede abandonar. No olvido sus dos historias monumentales: la de los judíos y la del cristianismo. Quien no lo haya leído tiene donde elegir y tenga por seguro que, pese a su inmensidad oceánica, no se arrepentirá. Paul Johnson crea adicción.

(Día 12) Un país que lo deja todo por una canción de amor despechado, no sé si es un país que debe preocupar mucho o su contrario: nada en absoluto.

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