Diario de Mallorca

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El otro día, en la calle, me crucé con una madre y su hijo de unos seis años. Era la víspera de Reyes y la mañana era soleada y fresquita: un día estupendo para caminar. «Son mágicos», le oí decir a la madre. «Sí, son mágicos», contestó el niño. No pude oír más. La madre era aún joven (debía de tener unos 35 años) y el niño caminaba con una expresión reconcentrada, casi de adulto. No hace falta ser Sherlock Holmes para deducir que estaban hablando de la cabalgata de Reyes de aquella misma noche. El niño le habría preguntado a la madre por los detalles técnicos —¿cómo llegaban los Reyes, de dónde venían, cómo distribuían los regalos?— y la madre le había dado aquella respuesta apresurada que de algún modo resolvía el problema: «Son mágicos». Si hacemos memoria, todos hemos hecho esa clase de preguntas cuando éramos niños y nuestros padres nos daban las mismas respuestas apresuradas. Para solventar el problema técnico del desplazamiento, los Reyes solían llegar a Palma en barco —una forma majestuosa de llegar— y creo que incluso hubo años en que llegaron en helicóptero —una forma singularmente plebeya—, pero lo mejor de todo fue la réplica del niño, que zanjó la cuestión con un contundente: «Sí, son mágicos». Le daba igual cómo llegasen. Le daba igual de dónde vinieran. Lo importante era eso, sólo eso: lo inexplicable, lo extraordinario, lo que escapaba a todas las posibilidades de la lógica.

Envidio a ese niño. Y envidio a todos los niños que hayan sentido lo que él sentía en la mañana de la cabalgata de Reyes. No es fácil en estos tiempos dejarse llevar por la imaginación. No es fácil creer. No es fácil creer en la palabra de otro. No es fácil tener esperanzas. Pero ese niño las tenía: «Sí, son mágicos». En su voz no había dudas. Y eso realmente era lo más maravilloso de todo, o lo «mágico», si lo decimos a su modo. Nuestra época —que en el fondo es supersticiosa y crédula e ignorante— descree de todas las creencias que no puedan ser controladas por la ideología dominante, que es otra forma de magia, sólo que mucho más engañosa y dañina. Nuestra época sólo cree en la desconfianza y en la sospecha, en todo lo que sea sucio y vergonzoso (con el falso pretexto de eliminarlo), en todo lo que pueda ser manipulado y convertido en propaganda que se difunda en los colegios y en las universidades y en las productoras de televisión. Y de todo lo demás, por supuesto, nuestra época desconfía hasta el punto de que lo destruye a base de desmitificaciones y sospechas y campañas insidiosas de denuncia. «Los Reyes son un engaño para niños idiotas», gritan los ideólogos de la sospecha permanente. «Todo es una burda patraña», nos chillan con el rostro avinagrado los nuevos predicadores apocalípticos. Por fortuna, aún quedan niños que siguen caminando felices por la calle. «Sí, son mágicos».

¿Hay algo malo en que un niño se crea eso? ¿En qué le puede dañar? ¿Qué trauma o qué trastorno le puede crear? En realidad, una de las más extraordinarias facultades que poseemos los humanos es esa disposición a dejarnos engañar por algo que nos parece incomprensible. Si alguien nos dice «Te quiero» está diciendo lo mismo que esa madre que le dice a su hijo que los Reyes son mágicos. Si alguien le dice «Te curarás» a alguien que sabe que apenas le quedan unos meses de vida, esa persona está repitiendo esas mismas palabras de la madre. Y eso es lo importante. ¿Es posible vivir sin credulidad? ¿Es posible vivir sin esperanza? ¿Es posible vivir sin nuestra conmovedora predisposición a dejarnos engañar? Si lo pensamos bien, todas las utopías —con sus correspondientes charlatanes y tiranos— se crearon con la misma clase de esperanza que empuja a esa madre a engañar a su hijo. Pero de esa clase de utopía surgieron nuestros grandes milagros cotidianos: la jornada laboral de ocho horas, la Seguridad Social, la inspección de trabajo, el Estado de Derecho, la alternancia política, la separación de poderes.

Hacia 1927 —la fecha no está clara—, el poeta T.S. Eliot escribió el que para mí es su mejor poema: El viaje de los Magos (un poema cien veces mejor que el famoso La tierra baldía). Y en ese poema, Eliot se preguntaba qué había hecho emprender ese viaje sin sentido a los Reyes que viajaron hacia las tierras de occidente siguiendo el rastro de una estrella. ¿Por qué hicieron ese viaje inexplicable que les llevaba a su propia destrucción y a su propia ruina como reyes y como magos? ¿Por qué se pusieron en camino? ¿Qué buscaban? ¿Qué pretendían encontrar? Ellos no lo sabían, pero hacer ese viaje significó para ellos el final de su poder. Cuando volvieron a sus tierras siguieron siendo reyes, pero ya no eran magos. Nadie más lo sabía, pero ellos sí. ¿Qué hay de malo en que ese niño crea en los reyes que siguen el rastro de la estrella, sin saber lo que van a encontrarse cuando lleguen a Belén?

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