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Yolanda Román

Tecnología y disrupción: una nueva era

Las innovaciones ya no son revolucionarias y cada novedad se asume rápido, como un desarrollo necesario que se incorpora sin más a nuestras rutinas, el trabajo, los procesos y los negocios

Los grandes cambios que se están produciendo en el mundo no son tecnológicos, son geopolíticos. En este final de año han decaído los mensajes tremebundos sobre los peligros de algoritmos, inteligencias artificiales y compañía. Tal vez porque estamos ocupados haciendo listas de buenos deseos o tal vez por otro tipo de miedo al futuro. Pocas cosas dan tanto miedo como los seres humanos.

La guerra que no termina puso patas arriba un 2022 que prometía la vuelta a la normalidad. De pronto, resulta imposible hacer predicciones y ni siquiera la tecnología parece poder salvarnos de la nada que nos espera en el futuro. La globalización se ha desdibujado en un mundo multipolar, conectado pero polarizado. La transición ecológica está frenada por la crisis de recursos, escasos y codiciados. El envejecimiento sostenido de la población mundial y el auge de los problemas de salud mental no son nada esperanzadores. La inflación y la recesión, con la tensión geopolítica de fondo, deforman las certezas económicas. Avanzamos pero no avanzamos. Quizás porque no sabemos dónde vamos.

En la nueva era sin nombre, es probable que la tecnología tenga cada vez menos protagonismo. La era posdigital se caracteriza por la integración natural de la tecnología en nuestra realidad. Las innovaciones ya no son revolucionarias y cada novedad se asume rápidamente y de manera integral como un desarrollo necesario que se incorpora sin más a nuestras rutinas, el trabajo, los procesos, los negocios. En algún momento, la convergencia entre la experiencia física y digital será total y sin retorno. Desdibujada esa frontera, los avances serán exponenciales pero nuestra capacidad de asombro disminuirá en relación inversa. Sin sorpresa, sin incomodidad y tal vez sin dilemas. En ese escenario, la única disrupción posible será sociológica, de mentalidades, para definir una finalidad, un destino. No de la tecnología, sino de la humanidad.

A finales de 2022 hemos conocido ChatGPT de OpenAI, una inteligencia artificial avanzada y accesible capaz de mantener conversaciones y de responder sólidamente a casi todo lo que se le pida, desde escribir un cuento infantil hasta redactar una demanda judicial. Quien haya jugueteado con esta herramienta ha podido intuir rápidamente su utilidad, pero también sus límites. La máquina puede hacer lo que se le pida, pero no puede entender el propósito de lo que se le pide, por eso sus respuestas son imprecisas o incompletas; peor aún, huecas.

Estas líneas, por ejemplo, podrían estar escritas en parte o en su totalidad por la inteligencia artificial de moda. Usted no podría saberlo, pero le daría igual. Porque lo único importante de lo que se escribe y de lo que se lee es la intención. Mientras nuestras vidas y sus herramientas tengan propósito, sabremos que seguimos siendo humanos. Mientras reconozcamos en las palabras, en el otro, en nosotros mismos, esa pulsión íntima y trascendental, tendremos la asombrosa certeza de no ser una máquina. No hay nada más disruptivo.

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