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Mercè  Marrero

La suerte de besar

Mercè Marrero Fuster

Amancio

Amancio tenía un pequeño huerto con alcachofas, calabacines y pimientos. Le daba rabia que los tomates no se le dieran bien y sabía que no tenía mucho tiempo para seguir intentándolo

Una vecina y yo pasábamos tardes enteras preguntándonos por qué las cosas se llaman de una manera y no de otra. ¿Por qué alguien decidió que cuatro patas y un tablero encima debía nombrarse como una mesa? O por qué el color rojo recibe ese nombre y qué mecanismo mental nos lleva a identificar esa tonalidad con la pasión. Pasábamos horas charlando sobre la cuadratura del círculo y comiendo pipas en la calle. Tuve que llegar hasta la asignatura de latín para comprender el origen de algunos vocablos, aunque sigo preguntándome el de muchos otros. Siempre que veo bolsas de pipas en el supermercado pienso en ella y, acto seguido, me planteo por qué las pipas se llaman así y no las conocemos por, por ejemplo, guisantes. Es lo que tiene concatenar pensamientos.

La Navidad es la estrella de la asociación de pensamientos y recuerdos. Todo se amplifica y se generan emociones antitéticas. O amas esta época o la odias. Para mí, que la nostalgia se me da francamente bien, es el tiempo en el que puedo dejarme llevar y regodearme en recuerdos enlazados. Siempre echo una lagrimilla (o dos) por los que estuvieron, por lo que se acabó, por lo que vivimos y por las páginas que pasamos. Este año, algo ha sido diferente: el clima. Vivir la Navidad a 20 grados y en manga corta ha modificado el esquema mental de lo que han significado las fiestas a lo largo de mi vida. Tengo más sensación de estar en Semana Santa que a punto de finalizar el año. Ando despistada. Por alguna extraña razón que la neurología podría desvelar, este calor a destiempo me ha hecho recordar a un señor que conocí en una residencia de mayores, Amancio.

Le recuerdo en pleno invierno yendo en mangas de camisa. Caminaba con el tronco doblado hacia delante y se apoyaba en un bastón robusto, que recordaba a una rama de árbol. Era vallisoletano y tenía un castellano del estilo de Emilio Gutiérrez Caba. Un día de pleno invierno le pregunté si no tenía frío vestido tan ligero. Me contestó que, para él, siempre era primavera. Había invertido la mayor parte de su vida dedicándose a la caza, pero habría preferido ser agricultor. Amancio plantó un pequeño huerto en un trozo de tierra en el exterior de la residencia. Tenía lechugas, alcachofas, judías y calabacines. Una primavera me invitó a unas fresas y recuerdo su cara de satisfacción cuando le dije que eran las mejores que había probado en mi vida. Me explicó que con los tomates no tenía suerte, que no se le daban bien. «Seguro que la siguiente temporada irán mejor», le dije. «Eso es demasiado tiempo para mí», respondió.

Amancio era una de las personas más populares de la residencia. Se preocupaba por los demás y sonreía mucho, pero jamás recibió una visita. Unas Navidades merendamos un chocolate caliente. Él llevaba un gorro de Papá Noel y la impostura de esa felicidad tan forzada le transformó en alguien todavía más vulnerable. Me dijo que estaba completamente solo en la vida. Una mañana le dolió la barriga y una ambulancia se lo llevó al hospital. Ya no volvió. He pensado que Amancio se merecía un pequeño homenaje. ¿De dónde vendrá la palabra ‘homenaje’? Voy a por una bolsa de pipas.

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