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Antonio Papell

Modernizar, gritando y pataleando

El hoy olvidado premio Nobel Camilo José Cela declaró en memorable ocasión que España era una mujer con la menstruación retrasada. Aun a riesgo de que frunza el ceño alguna feminista, creo que el aserto de aquel extraordinario escritor gallego, que no supo zafarse del todo de las trampas para elefantes que había tendido la dictadura, es afortunada porque nuestro país es el único de los de Europa que no experimentó una verdadera revolución burguesa que impusiera a la fuerza los códigos de valores de la revolución francesa, porque nuestro siglo XIX fue un festival absolutista apenas jalonado por algunos efímeros hitos liberales, y porque en el siglo XX, cuando se configuraron las grandes naciones emergentes tras la Segunda Guerra Mundial, nosotros estábamos purgando la hiel que aún rezumaba de una descomunal guerra civil que, cómo no, había sido provocada por los reaccionarios contra quienes habían logrado enterrar provisionalmente el antiguo régimen, que resucitó castrense y sanguinario para reconstruir el macabro atraso que duró aquí mucho más que en cualquier otra parte.

Cuando murió Franco en la cama, en 1975, este país conservaba todavía muchos rasgos de la España negra. Incultura e incienso anduvieron de la mano hasta el final de la represión, por mucho que en los últimos lustros de la dictadura el edificio militar hiciera agua por los cuatro costados y la inteligencia colectiva se abriera poco a poco paso para recuperar en lo posible el tiempo perdido. Pero cuando Pinochet acudió al funeral del caudillo como único jefe de Estado de la comunidad internacional dispuesto a honrar al viejo dictador, no solo estaban prohibidos en España los partidos políticos y los sindicatos y regían unas leyes fundacionales que describían una monarquía autoritaria sino que no existía el divorcio, las mujeres no podían trabajar ni abrir una cuenta corriente sin permiso del marido, los asesinatos de género eran considerados delitos de honor y generalmente merecían la absolución del asesino, a los homosexuales se les aplicaba la ley de 1970 sobre peligrosidad y rehabilitación social que sustituía a la ley de vagos y maleantes de 1933 y en su virtud se les encarcelaba, seguían existiendo la censura de prensa y la de cinematografía, etc.

A la muerte de Franco, era patente todavía la existencia de dos Españas, aunque con una diferencia esencial con respecto al pasado: ambas estaban dispuestas a convivir en vez de intentar exterminarse como tantas otras veces. Sin embargo, pacíficamente, comenzó una pugna por la modernización del vetusto país, que aún reproducía literalmente el bello diagnóstico de Ángel Ganivet: «Yo creo a ratos que las dos grandes fuerzas de España, la que tira para atrás y la que corre hacia adelante, van dislocadas por no querer entenderse, y que de esta discordia se aprovecha el ejército neutral de los ramplones para hacer su agosto; y a ratos pienso también que nuestro país no es lo que parece, y se me ocurre compararlo con un hombre de genio que hubiera tenido la ocurrencia de disfrazarse con careta de burro para dar a sus amigos una broma pesada».

Lo cierto es que los progresistas se pusieron manos a la obra al tiempo que arrancaba la Transición con un consenso sustantivo. En tiempos de la UCD, Francisco Fernández Ordóñez, a la sazón ministro de Justicia, auspició una ley de divorcio (la República lo instauró en 1932 pero la dictadura lo prohibió de nuevo), que se aprobó en 1981 con la oposición de la derecha, de un sector de la UCD, de la Conferencia Episcopal y de buena parte de los medios de comunicación. La derecha prometió solemnemente que eliminaría el divorcio al llegar al poder, pero olvidó rapidísimamente su promesa.

Algo parecido sucedió con el aborto. Con González, se legalizó en 1985. Con Zapatero, se liberalizó completamente en 2010. Hubo recursos, protestas de la derecha, pero la ley perdura. Lo mismo pasó con el matrimonio gay que Zapatero estableció en 2004… En todos los casos, la derecha se vio arrollada y claudicó. Se cumplió la idea fuerza de Sulzberger cuando dijo que a España había que arrastrarla «kicking and screaming» (gritando y pataleando) hasta el siglo XX».

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