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Norberto Alcover

Perfume de mujer

Llevamos unos meses alucinantes en torno al significado preciso del feminismo, hasta el punto de que, incluso en el ámbito de la izquierda, aparentemente homogéneo en esta cuestión, se han suscitado opiniones diversas y hasta contradictorias. Y por supuesto, parece estar ausente por completo esa visión que ofrece el cristianismo y todavía más el catolicismo sobre la mujer y sus consecuencias sociales. Cuando he comentado esta curiosa anormalidad, amigas y amigas me han recomendado que permanezca callado para evitarme molestias provenientes de todos los ámbitos imaginables. Pero pienso que como ser humano y en concreto hombre, tengo el mismo derecho de cualquier otra persona a opinar sobre una situación tan relevante como la comentada. Vamos, pues allá, para ser coherente con mi propia libertad de expresión.

De entrada confieso que no me siento ajeno a las fervientes confrontaciones feministas por la sencilla razón de que afectan a unos seres humanos que han conformado intrínsecamente mi propia vida. Escribo de mis padres, ella y él. Claro está que ambos obedecían a unos criterios determinados en razón de su situación histórica, pero además obedecían a su propia conciencia, de tal manera que me enseñaron toda la complejidad del matrimonio como plenitud de lo masculino y de lo femenino. Sin aspavientos. Advirtiéndome, ya adolescente, de que me encontraría con situaciones matrimoniales muy distintas. Con el tiempo, con mi formación humanista y con los repetidos viajes por el planeta, además de mi sustancial formación teológica, supe situarme en esta cuestión tan lacerante. Y con más tiempo todavía, la praxis del sacerdocio y del acompañamiento personal, al que he dedicado muchas horas de mi vida, mi perfil de lo masculino y de lo femenino ha adquirido una consistencia suficiente. Y paso a exponerla.

Tanto en un caso como en otro, los seres humanos, todos sin excepción, remiten sus vidas a un tríptico inviolable: libertad, independencia y fidelidad. Claro está que tal tríptico conlleva la condición de un mínimo grado de conciencia ética, porque sin ella se hace imposible practicar de forma creíble los tres presupuestos. Y este requisito, del que casi nunca se habla, resulta que contiene en sí mismo toda una carga de dinamita porque tan siquiera se pone sobre el tapete: mejor evitarlo. Hablamos de todo, gritamos hasta enronquecer, pero todo este rollo de la conciencia ética no aparece por parte alguna. Lo damos, seguramente, por hecho y en absoluto lo es. Con facilidad, hoy día, confundimos la conciencia con los deseos, la inteligencia con la pulsión, la realidad con su imaginario. Y así, es muy difícil construir respuestas sólidas y fehacientes a los interrogantes de nuestra vida.

Pero supongamos que una persona cuenta con esa conciencia ética que, claro está, puede obedecer a referencias muy diferentes. Entonces, esa persona, sea hombre o mujer, deberá ejercer una libertad que le permita y casi exija optar de forma coherente; una independencia que le asegure una elección sin determinaciones externas; y sobre todo, una fidelidad para practicar de forma cotidiana lo elegido en libertad y en independencia. Después, se hará evidente que esa persona es mujer u hombre, es decir, contará con unos referentes sexuales y emocionales diferentes. Con todas las excepciones evidentes a esta tipología expuesta, y que merecerán el mismo respeto que las anteriores.

Y llegamos al punto en que aparecen las confrontaciones femeninas, dado que las masculinas son menos trasteadas: el tríptico y su condición de posibilidad dependen, sin exclusión alguna, del ambiente en que toda persona ha crecido y de la educación familiar y académica recibidas. Todo el que está en un ministerio o en la calle manifestándose, es resultado de un origen determinado del que es casi imposible abdicar, salvo que lo haya sustituído por otro alternativo. Y el que se queda en casa o en la oficina silencioso, suponemos que tendrá sus razones. Pero estar en la calle tiene su significado personal y social relevante. Aunque todo se resuma en el momento de votar, si bien puede haberse legislado con anterioridad. Un detalle.

Que en el caso femenino sea necesario regular una serie de cuestiones que han sido maltratadas durante siglos, por supuesto, es de sentido común, pero lo nuclear reside en el tríptico y su condición, otro detalle al que apenas concedemos importancia. Todo maltrato y desprecio de la mujer hunde sus raíces en unas alternativas de poder, de economía y de menosprecio que deben eliminarse y ser sustituidas por los derechos humanos universalmente reconocidos. Pero la carga ambiental, familiar, educativa y social deben de reconsiderarse desde la libertad, la independencia y la fidelidad. Y desgraciadamente, es la fidelidad la que ha entrado en barrena hasta poder desaparecer por completo. Perdidos los absolutos, todo se ha hecho relativo, coyuntural y sobre todo empírico. En otro momento, se hará preciso abordar la cuestión masculina que, sin poder evitarlo, sufre la presión indomable del nuevo tipo de mujer, por el que entran en colisión las diferentes escuelas feministas.

Uno ha sido feminista toda su vida y ha luchado duramente por ello. Ahora tiene la sensación de que es un recién nacido en este universo tan plural y tan conflictivo. Pero, como escribía antes, también personas como yo tenemos el derecho y la obligación de pensar públicamente estas cuestiones aunque sea solamente por la sencilla razón del ejercicio democrático. Lo que venga después, paciencia y a barajar.

En el horizonte, ese «perfume de mujer» de Dino Risi.

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