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Juan José Millas

Tierra de nadie

Juan José Millás

¿Paranoia?

Empezaron a seguirme cuando estudiaba la carrera. Lo hacía siempre el mismo tipo, aunque adoptando formas diferentes: formas de mujer, de hombre, de anciano, de niño… A veces era el carnicero del mercado, o la chica de la frutería o el quiosquero de la esquina de mi calle. Siempre era distinto y siempre el mismo bajo aquella multiplicad de identidades que adoptaba para no ser descubierto. En las clases de escritura, se convertía en una de mis alumnas, por lo general la llamada Sofía. Cuando me quedaba solo, la tarea de vigilarme quedaba encomendada al teléfono móvil, pero si lo dejaba en otra habitación, me sentía observado por el personaje de un cómic que estaba leyendo. Si abandonaba el cómic y tomaba una novela, era el protagonista de la novela el que enviaba informes sobre mí a un centro de inteligencia lejano, jamás logré averiguar de que país.

Un día, le estaba contando todo esto a mi psicoanalista cuando advertí que también ella, momentáneamente al menos, formaba parte de la conspiración. Frené en seco, para no levantar sospechas, y pasé a otro tema.

En los lugares como el metro o el autobús, donde solía haber mucha gente me costaba distinguir al perseguidor, aunque tarde o temprano hacía un gesto que le delataba. Hace poco, fui al hospital para visitar a una amiga que acaba de tener un niño. Mientras ella y yo hablábamos, noté la mirada vigilante del recién nacido desde la cuna. Me despedí enseguida y al llegar a la calle cogí un taxi en el que el taxista, lo noté enseguida, era mi espía. En vez de darle mi dirección, le di una cercana a mi casa al objeto de despistarle. Cuando llegamos, me bajé del coche y esperé a que arrancara y se perdiera entre el tráfico antes de iniciar el camino hacia mi domicilio sin dejar de mirar a un lado y a otro por si aparecía alguien sospechoso. Llamé al timbre, me abrió mi mujer y me di cuenta al instante de que ella acababa de tomar el relevo, pero no di muestras de haberlo advertido. Tras la comida, nos sentamos frente al telediario y pude advertir cómo mi mujer le cedía el testigo a Matías Prats, que no perdía detalle, desde la pantalla, de cuanto yo hacía o dejaba de hacer. En los espejos, me vigilaba mi reflejo.

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