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Pilar Galan

Gordos

La inseguridad de depender de la mirada de los otros nos hace vulnerables. Vivimos en un cuerpo que hemos convertido en enemigo mucho antes de que él mismo lo haga

Es difícil mantener una relación sana con nuestro propio cuerpo. Cuando somos jóvenes, nos contemplamos llenos de defectos que con los años nos parecerán virtudes o cargas insoportables. La inseguridad de depender de la mirada de los otros nos hace vulnerables, y a veces no desaparece con el paso del tiempo.

La edad añade más defectos reales a los imaginarios, e incluso sigue sumando estos últimos. Qué pocas veces nos miramos al espejo con la barbilla levantada y el ánimo preparado para comernos el mundo. El cristal nos devuelve más anchos, más gordos, esa palabra prohibida, con las piernas más cortas o más largas, la barriga distendida y los hombros caídos. Vivimos en un cuerpo que hemos convertido en enemigo mucho antes de que él mismo lo haga.

La tiranía de la imagen se ha cebado con las mujeres, pero también ataca a los hombres. Si cada día atendiéramos a los requerimientos de mantenernos perfectos, nos faltarían más de veinticuatro horas. Menos mal que de vez en cuando firmamos treguas, y en ocasiones, hasta armisticios.

Quizá no tenga que ver con la edad y sí con el convencimiento de que aceptarse es lo más sano que se puede hacer en la vida, mucho más que mantenerse a régimen constante. La frustración de comenzar a cuidarse cada lunes es tan estúpida como no alimentarse de forma sana a diario, pero preferimos la privación, el ayuno, la pérdida rápida de kilos que nos harán sentirnos bien a los ojos de los demás. Esa es la clave, la mirada ajena.

Y ahora que esa mirada se multiplica en las redes sociales, ahora que detrás de cada foto hay millones de ojos, la exigencia se multiplica. Los adolescentes se sienten gordos porque se comparan con modelos imposibles y comienza una espiral de autodestrucción y castigo que se convierte en un infierno.

Mientras, los que estamos ya al otro lado de la barrera, seguimos diciendo con alegría a los demás qué bien te veo, has adelgazado, o equiparando seguridad con kilos de menos o saltándonos un régimen que no lleva a ningún sitio porque no cambia nuestros hábitos de vida. Y sobre todo seguimos mirando a los demás y mirándonos a nosotros mismos sin querer ver, igual que si tuviéramos los ojos empañados o viviéramos inmersos en una niebla que todos hemos ayudado a crear, y de la que no sabemos salir.

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