Diario de Mallorca

Diario de Mallorca

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Daniel Capó

Un esperma más pobre, menor natalidad

Leo que la calidad del esperma de los varones, según los estudios científicos, ha descendido dramáticamente en los últimos cincuenta años. Nadie sabe muy bien por qué cada vez somos menos fértiles, aunque se formulan todo tipo de hipótesis. ¿Hábitos de vida poco saludables? ¿Las tallas de ropa demasiado ajustadas? ¿Una excesiva exposición a sustancias químicas desde la más tierna infancia? No disponemos de una respuesta que clarifique el enigma, más allá de lo que nos indican las cifras: el número de espermatozoides por eyaculación ha bajado a menos de la mitad en apenas medio siglo, acercándonos así peligrosamente al umbral mínimo de la fertilidad. La realidad en Europa –y en buena parte del planeta– es una sociedad envejecida, en la que escasea la alegría de la infancia. Al mismo tiempo, la ciencia se aleja progresivamente de la naturaleza, convirtiendo la reproducción en una cuestión de laboratorio. En un futuro –no sé cuándo, pero en un plazo razonable– habrá placentas artificiales y niños que nacerán con los genes de un solo progenitor, sin necesidad de un padre y de una madre. O niños que contarán con el material genético de dos o tres padres (varones), o bien de dos o tres madres. Hay algo distópico en el relato de la ciencia, una especie de ceguera que pretende usurpar, sin freno ni límite, los poderes que la Antigüedad otorgaba a los dioses, pero que vedaba a los humanos. La vida era –y es– uno de estos poderes míticos, hasta que la ciencia decidió rasgar el velo del templo y adentrarse en el lugar sagrado. Para la modernidad, la naturaleza no es definitiva, tal como hemos podido comprobar con las vertientes más extremas de la ideología de género. El poder de la ciencia es el de los demiurgos.

La pérdida de calidad del esperma se une al invierno demográfico que padecemos desde hace décadas. Y una población cada vez más envejecida tiene notables consecuencias económicas, sociales, culturales e incluso psicológicas. La juventud tiende al riesgo y a la innovación, al espíritu emprendedor y al cambio. Por el contrario, la madurez prefiere la moderación y la cautela: decisiones de inversión más conservadoras y prudentes, la asunción de menores riesgos, a la vez que supone un incremento notable en los costes estructurales del Estado del bienestar, dificultando su viabilidad. Una sociedad con pocos niños implica una población más temerosa y encerrada en sí misma. No hace tanto tiempo, era habitual que un abuelo tuviera varios nietos a los que dedicar su atención. Ahora, lo usual es que un solo nieto (o a lo sumo, dos o tres) disponga de todos sus abuelos para que lo cuiden. Son cambios sociales que tendrán consecuencias culturales; no siempre negativas, por supuesto.

Pero la falta de niños sí que representa una gran pérdida y no sólo por la falta de confianza en el futuro que refleja de forma más o menos evidente. A la decisión de los padres, se une ahora una causa fisiológica como es el descenso en la calidad del semen. Se vislumbra así una sociedad con menos niños, con menos ímpetu, con menos esperanza, con menos alegría en las calles y en los parques, que deberá valerse de la inmigración para cubrir el déficit demográfico. Una sociedad que, en el fondo, será más y más endeble.

Compartir el artículo

stats