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Juan José Millas

Tierra de nadie

Juan José Millás

El cadáver del armario

En los telediarios han hablado estos días de una mujer que, tras decapitar a su marido, introdujo la cabeza en una caja que luego le pasó a una amiga. Algo así. La imagen de la cabeza sin cuerpo resultaba tan potente que no me permitió tomar nota con precisión de lo demás. Pero parece que la asesina adquirió una sierra mecánica para trocear el cuerpo y que la sierra mecánica se le atascó y que hizo búsquedas en internet para ver el modo de arreglarla. Compré en cierta ocasión una de estas sierras para podar un árbol y la devolví al día siguiente después de comprobar su capacidad mutiladora. Veía caer las ramas del pino como si fueran brazos en vez de como pedazos de madera. Debido a mi impericia, estuve además a punto de segarme una pierna. Fue una experiencia muy traumática, de modo que «nunca más», me dije.

Cuando yo era pequeño, mis padres fueron un día al cine a ver una película de crímenes. Al volver, mi madre hizo desaparecer los guantes de goma de la cocina y los cuchillos de punta. Yo, al principio, no sabía por qué, pero poco a poco, a base de escuchar unas palabras aquí y otras allá, me di cuenta de que el asesino de la película utilizaba esos guantes para no dejar huellas y ese cuchillo para trocear el cadáver. Me pregunté si mi madre se desprendió de aquellos objetos por miedo a utilizarlos ella misma en nosotros o a que los utilizáramos nosotros mismos en ella. A veces, por las noches, la imaginaba recorriendo el pasillo con las manos enguantadas blandiendo el arma blanca, y a veces el que recorría imaginariamente el pasillo en aquella actitud siniestra era yo. Mejor no darse la oportunidad de averiguar quién era. Podríamos decir que, gracias a aquella película, mi madre se quitó y nos quitó de matar antes de que hubiéramos adquirido el hábito de hacerlo.

Todavía hoy, cuando me calzo unos guantes de látex para fregar las sartenes acumuladas en la pila, me vienen a la memoria aquellos escrúpulos de mi madre. Y si, mientras friego, siento sobre mí la mirada de uno de mis hijos, me pongo colorado, como si hubiera descubierto la función verdadera de esos guantes que guardo bajo el fregadero. La vida es muy confusa. La cabeza del hombre guardada en una caja ha evocado en mí aquella sentencia según la cual todas las familias esconden un cadáver en el armario. Esa cabeza, en cierto modo, es la de todos.

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