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Juan José Company Orell

Una mirada ¿más justa?

Siempre he mantenido, y sigo manteniendo, que lo que debe importar a la gente de bien es el destino, el sufrimiento, de la víctima, sin que deba importar su procedencia, origen, color de piel, creencia religiosa o ideología política, sean aquellas las que sean y no tanto la procedencia, origen, color de piel, creencia religiosa o ideología política de quien ha convertido a aquella persona a su condición de sufridor de sus particulares y aviesas apetencias, obsesiones o furores.

Los que saben de mi parecer son conocedores de que soy de la opinión que las heridas de nuestra memoria, sin calificativos, no la dictada sino la de cada uno de nosotros, en cuanto a nuestra esperemos última confrontación civil, no sanarán hasta que no sucedan dos hechos, para mí imprescindibles; el primero es que todos aquellos españoles que permanecen en fosas ignotas, se hallen estas en cementerios, en baldíos o en cunetas, sean devueltos a sus deudos si estos así lo reclaman, y puedan descansar finalmente en la paz y dignidad que merecen, y el segundo, quizá tan importante o más que el primero, que empecemos a ver los fusilamientos, los crímenes, los delitos, las torturas, las violaciones que en aquella nefasta época se dieron, causados y sufridos por compatriotas, desde la mirada del fusilado, del torturado, de la violada. Esta segunda condición se me antoja mucho más difícil de conseguir pues es mucho más probable que una nada escasa parte de la ciudadanía prefiera no describir nuestra oprobiosa historia guerra civilista desde otra perspectiva que no sea la de tener por causantes de dolor ajeno solo a unos, según sean sus decantares políticos y/o morales, mostrándose al tiempo extremadamente olvidadizos con iguales conductas de los que fueran de su mayor simpatía, así encontrado el «culpable» ya no se hace necesario buscar, indagar más, no sea cosa que nos encontremos con algo desagradable en nuestro derredor; todo ello sin tener en cuenta que en un episodio de enfrentamiento armado, y entre vecinos como aquel surge en los ciudadanos sumergidos en esa vorágine de ira y odio, lo mejor y lo peor a partes iguales, Yugoslavia fue buen ejemplo de ello; se olvida fácilmente que lo que troca a un hombre corriente de persona normal, civilizada y hasta educada en un monstruo no es tanto en qué lado del escenario le coloque la historia sino su propia, sola y exclusiva condición humana. Me viene a la memoria una frase de un personaje de Ken Follet, en su obra Los Pilares de la Tierra, que dice «Philip se dio cuenta que, en una guerra civil, la primera baja era la de la justicia». Qué cierto.

La única contribución de aquel entorno a mi propia memoria familiar la proporciona la historia de un tío mío, encarcelado en Can Mir, famosa por sus «sacas» diarias, que allí estaba recluido por una denuncia anónima que le acusaba de haber participado en un atentado con bomba contra la, en aquella época, diputación franquista de Palma, que tras semanas de angustiosas noches escuchando los nombres de los «sacados» consiguió salvar la vida gracias a ser reconocido por un sacerdote amigo de visita en la prisión, aún cuando, como mantenía mi Tía María, aquellas madrugadas de miedo minaron su salud de tal manera que falleció al poco en la treintena; desconozco si tal hito en mi curriculum familiar convierte a mi estirpe en víctima del franquismo, pero tampoco me importa demasiado, aunque quizá sea porque la única imagen que recuerdo de él es una fotográfica mirada bondadosa desde un rostro joven de pelo negro engominado. Pero me pregunto si los miedos, los terrores de mi Tío durante aquellos amaneceres palmesanos fueron diferentes a los de otros que, en iguales o peores circunstancias, esperaban igual suerte, estuvieran aquellos en un lado u otro de la raya del odio, y tengo para mí que el miedo, el terror, la angustia y el sentimiento de desesperanza no debían distar mucho de unos a otros.

Hace unos días pude leer un artículo, con cuyo autor comparto la totalidad de su contenido, en el que se hacía mención al tiempo de una apenas chica de 25 años asesinada en nuestra isla por los unos, cuyos restos se han localizado recientemente, y el de otro chaval, con un año menos que la primera, igualmente asesinado por los otros en Menorca; tal parece que la una fue masacrada por su condición de comunista y el otro lo fue por su condición de sacerdote; los dos asesinados en la flor de la vida, los dos sacrificados por la misma ira, no por lo que hacían sino por lo que pensaban, por lo que consideraban en su interior más justo; la pregunta es bien sencilla, ¿cuál de las dos muertes es condenable y cuál no?; quiero pensar que la opinión mayoritaria de los que esto lean será que tan execrable, tan criminal, tan injusta, tan imperdonable es la una como la otra; sin paliativos, ni matices.

Permítanme otro ejemplo a modo de terapia de grupo; les ofrezco la lectura de dos frases pronunciadas sobre acontecimientos de aquella guerra de casi igual contenido:

«¿No han estado jugando al amor libre? Ahora por lo menos sabrán lo que son hombres de verdad»; «¿Imaginan el goce que sentiría al caer en manos de una patrulla de milicianos jóvenes, armados y -¡mmm!- sudorosos?». No les voy a decir quiénes fueron sus autores, les dejo solo que consideren para sus adentros cual de las dos les parece odiosa, despreciable, cruel y cual no.

Y es que hasta que no hallemos ese especial común denominador ético-moral que ponga al mismo nivel la sinrazón humana, la haya perpetrado quien la haya perpetrado, no haremos más que atizar odios de venganza, y esa no es forma de acabar con ellos ni con sus consecuencias.

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