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Valentí Puig

Desperfectos

Valentí Puig

El fusible franco-alemán

En la sala de máquinas de la integración europea el fusible franco-alemán rige desde que, en la aridez de posguerra, el canciller Adenauer y Charles de Gaulle se vieron por primera vez el año 1958, en Colombey-les-Deux-Églises, la casa solariega del general. Adenauer llegó con retraso porque su chófer se equivocó de pueblo -hay cinco Colombey en la zona-. De Gaulle le saludó en alemán. El canciller alemán pasó allí la noche. Hablaron y apartaron recelos, aunque madame De Gaulle hubiese preferido no tener un alemán en casa. Eran personajes de fisonomías muy acusadas: Adenauer con perfil de jefe sioux y De Gaulle con talla de tótem galo. De Gaulle había vuelto al poder con la crisis de Argelia; Adenauer llevaba más de una década en la cancillería. Coincidieron en no pocas cosas: a la OTAN le faltaba consistencia, la relación franco-alemana debía aplicarse a la Europa de los Seis, los británicos estaban arruinados por la guerra, la amenaza soviética acuciaba, los norteamericanos eran muy juveniles y, sobre todo, el reencuentro franco-alemán urgía. Concretar no sería tan fácil. Poco apreciados por De Gaulle, se habían dado pasos previos -la declaración Schuman, la mancomunidad del carbón y del acero- aunque falló, como ahora, la defensa común europea. Los tratados -decía De Gaulle- son como las muchachas jóvenes y las rosas: duran lo que duran.

Luego, en 1963, aquellos dos grandes condestables firmaron el Tratado del Elíseo y se abrazaron. Largas décadas de hostilidad permanente y guerra atroz concluían. Llegaban tiempos de horizontes con ambición, de pragmatismo y de generosidad calibrada: no se podía pedir más. Más de medio siglo después, no es una novedad sino una tradición comunitaria que, de vez en cuando, salten los plomos del eje franco-alemán. Schröder y Chirac tuvieron momentos de elevada susceptibilidad. Conocidos como la extraña pareja de los Merkozy, Angela Merkel y Sarkozy, vivieron un idilio político con desengaños y malhumores. Ahora hay fricción entre Macron y Scholz, tanto por Rusia como, tal vez más a fondo, por China. Macron ha hablado de muerte cerebral de la OTAN y le disgusta que Alemania se entienda con Jinping; Scholz no confía tanto en París como Merkel y ve una Unión Europea desplazándose hacia el Este. La crisis energética les distancia. En cualquier caso, no son destinos excluyentes.

Llevamos décadas enterrando el eje franco-alemán pero, en realidad, va adaptándose como puede a las nuevas circunstancias y a graves imprevistos como Ucrania. Aun así, tal vez es que los nuevos tiempos de la Unión Europea no son para regular y reglamentar más sino para adquirir peso geopolítico, poder energético, fronteras seguras, integrar sólidamente a los países del Este y evitar como sea que las poblaciones europeas se sientan desprotegidas, fuera de casa, laboralmente precarias.

¿Resiste el eje franco-alemán? España, en tiempos de Aznar, se sintió incómoda con la prepotencia París-Berlín y eso reafirmó la relación alternativa con el gobierno de Tony Blair. Con las sucesivas ampliaciones, baches y crisis, del euro al Brexit, la Unión Europea evoluciona como las especies avanzadas. En realidad, ni De Gaulle ni Adenauer podían fiarse por completo el uno del otro. Así es la vida de las naciones, con permiso de Bruselas.

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