Diario de Mallorca

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José Carlos Llop

Las ausencias

La última vez que nos vimos fue frente al nuevo hotel de la calle Ramón y Cajal, donde el viejo Firestone. Le estaban dando los últimos retoques antes de su inauguración y mientras explicaba la piel blanca que lo envuelve y su origen, Juan Antonio Horrach-Moyà intentaba moderar un entusiasmo que le salía por los cuatro costados. El edificio estaba diseñado por un arquitecto mallorquín que trabaja habitualmente con la familia y eso para Juan-An era un mérito más. Tentado, en principio, por un nombre internacional, el tiempo –me dijo– le hizo inclinarse por uno de casa –el suyo habitual– y el resultado, además de óptimo, nada tenía que envidiar a lo que había deseado en origen. Se le veía muy satisfecho, pero esto no era nada excepcional. Juan-An era un hombre satisfecho, como era un hombre entusiasta y al mismo tiempo un hombre que prefería escuchar antes de opinar. Ponía una cara seria aunque relajada y escuchaba con pasión, una de sus virtudes. La pasión, digo. Por el negocio familiar y su expansión. Por los caballos y el trote. Por el arte contemporáneo –que vivía del brazo de su mujer Susy Gómez–. Por la celebración de la amistad (fue muy amigo de sus amigos). O por la isla, y aquí la pasión adquiría un tono discreto, sin exhibicionismos ni proclamas, que la hacía más verdadera. La generosidad, en él, era no sólo costumbre, sino placer. Aquella mañana nos prometimos una cena; ya no será.

Fuimos vecinos de invierno en Son Armadans y lo fuimos de verano en la costa de Valldemossa –él en S’Estaca, yo en Sa Marina–, pero nuestra relación llegó antes de esa vecindad –en su caso más tardía en ambos sitios– y lo hizo a través del poeta y curator Enrique Juncosa que entonces aún no vivía en Mallorca. Juan An y yo nos encontrábamos a menudo en nuestro barrio de Palma y muchas mañanas de verano en el camí de S’Estaca –él en su Jeep negro, yo andando con mi perra Blixen, a quien una primavera buscamos por todo El Terreno y él la encontró– y siempre he de recordar lo que me dijo una vez decidió abandonar S’Estaca: «los lugares también mueren. Y hemos de saber decirles adiós». Compartimos el pavo de Navidad en la comida anual que celebraba en el hotel de la calle Balanguera, cenas en Sa Drassana y también en casas de amigos comunes (en Portella y en Tramuntana), presentaciones de libros, exposiciones y sobre todo la sensación, con él, de que todo estaba bien como estaba y no había por qué preocuparse por nada: el tiempo compartido como un oasis. Esto era, también, Juan Antonio Horrach-Moyà.

Al escribir una necrológica o una estela, como decían los antiguos, se confunde a veces mitificación con lo que no es más que conciencia de pérdida. No sólo: la desaparición de un fragmento más de nuestras vidas –eso provoca también la muerte– hace que se aquilate aquello que en la velocidad cotidiana se sabe que está pero apenas se percibe con claridad. Una muerte es un parón. No es sólo el fallecido quien se detiene: también lo hacen quienes lo conocían y trataron con más o menos cercanía, con más o menos asiduidad y sobre todo, todos aquellos sobre los que depositó su respeto o su afecto. En lo que va de año, desde finales de primavera a principio de otoño, hemos tenido en Palma demasiados parones. Todos conocidos o tratados; casi todos en la sesentena o más jóvenes y, salvo dos o tres, sin enfermedades previas. Habrá sido el verano de nuestro descontento y el tiempo de las ausencias. Pero cuando van siendo más los que se van que los que se quedan, pasamos a habitar con más asiduidad en nuestra particular galería de fantasmas. Ocurrirá ahora al ir a Sa Drassana, al ver una carrera de trotones, un traje metálico o una gran fotografía de Susy Gómez, al bañarse en Formentor o visitar la cala de Sant Vicenç, al pasar por Balanguera o contemplar la piel blanca en Ramón y Cajal. Ocurrirá muchas más veces pero en todas ellas, detrás, estará la sonrisa amable de Juan An y ese físico suyo que parecía encerrar una naturaleza tumultuosa dominada por un carácter vitalista, sensible, comprensivo y cercano. Tanto que siempre pareció que lamentaba no tener más tiempo para compartirlo con sus amigos.

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