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Miguel Vicents

‘Los girasoles’ en la diana

No eran activistas, eran fanáticos. Se les distingue porque convierten sus banderas en dogmas, por el uso de la violencia como único argumento y por sus desmedidas ansias de notoriedad, esa enfermedad de nuestro tiempo que con tanta frecuencia convierte la estupidez humana en un fenómeno global. Los manifestantes contra el cambio climático que el viernes atentaron contra Los girasoles de Van Gogh en la National Gallery de Londres, arrojando al icónico lienzo un bote de sopa de tomate, hicieron un flaco favor a la causa justa que dicen defender, la del medio ambiente, vandalizando en su exhibición de incultura una obra maestra que es precisamente un homenaje a la naturaleza y a la amistad, el obsequio que el genio holandés pintó en 1888 para la casa de Gauguin durante su estancia en Arlés, deslumbrado por la observación de los paisajes de la Provenza.

«¿Qué vale más, el arte o la vida?, ¿Vale más que la comida? ¿Vale más que la justicia? ¿Qué nos preocupa más, la protección de una pintura o la protección de nuestro planeta y la gente?», interpelaron los activistas tras su heroica acción, en una falsa disyuntiva que descubriría cualquier niño de preescolar, pero que resulta muy ilustrativa del tipo de razonamiento que opera en la mente de un fanático, donde todo queda reducido a una única causa y la complejidad de la existencia humana se encierra en un pasillo estrecho. Querían llamar la atención sobre la crisis climática y pasarán a engrosar la lista de los enajenados que atacaron obras maestras de la historia del arte, una tarta contra La Gioconda, una cuchillada y ácido contra La ronda de noche de Rembrandt o un martillazo contra la Piedad de Miguel Ángel. La brutalidad sin sentido, el antiargumento, el proceder de los bárbaros.

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