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Lucía Velasco

El teatro de la productividad

Las personas que trabajan en remoto dedican más de una hora extra cada día a hacer que trabajan, o más concretamente, a que se les vea en línea. ¿Es posible que hayamos llegado a este punto? Lamentablemente es lo que se desprende de un reciente estudio realizado a más de 20.000 personas en 11 países. Parece ser que la incapacidad de los «jefes» para evolucionar los sistemas de gestión de personas nos aboca al presentismo digital. La emancipación que prometía el teletrabajo se va convirtiendo lentamente en opresión. ¿Que no quieres volver a la oficina? Pues te instalo un Pegasus en el ordenador del trabajo que te va hacer tener una experiencia laboral incluso peor que la que se te queda después de una hora de atasco y un tupper recalentado para comer.

La vigilancia se extiende y cada vez se invade más espacio personal con la complicidad de la tecnología. Hemos conocido la primera sentencia que condena a una empresa a indemnizar al empleado despedido fulminantemente por negarse a tener la cámara encendida mientras hacía lo propio desde su casa. Según la regulación del teletrabajo los empresarios pueden «controlar», pero ¿qué significa exactamente? ¿Dónde están los límites específicos? ¿Cómo ha de interpretarse la «intimidad» y «la protección de datos» en este contexto? En el entorno profesional desconocemos lo que se está haciendo por parte de la organización ni hasta dónde puede llegar el departamento de informática si le dan la orden de «entrar».

La educación sobre los derechos digitales es nula y los mecanismos para ejercer nuestra potestad más complicados aún. Lo único que sabemos es que allá donde vamos nos obligan a firmar «lo de los datos personales», pero no tenemos ni idea de qué estamos autorizando ni si podemos oponernos. Nos quejamos de las aplicaciones del teléfono, pero hay servicios en los que no te atienden si no les das acceso a prácticamente los mismos datos personales. Se piden copias de DNI con absoluta ligereza y lo cierto es que tanto ciudadanos como trabajadores tenemos pocas certezas sobre lo que podemos exigir en relación con nuestra privacidad.

Se trabaja más que nunca y, aun así, la sospecha crece. Para el usuario medio de Teams, una aplicación de colaboración, el número de reuniones semanales ha aumentado un 153% desde el inicio de la pandemia. Al mismo tiempo, el 85% de los directivos afirman confiar menos en los empleados que trabajan de manera no presencial. Para calmar su paranoia productiva introducirán sofisticados sistemas de control, cuyo auge es exponencial y de los cuales hay cada vez mayor variedad: desde las aplicaciones que te miden las pulsaciones en el teclado hasta las que encienden la cámara cada cierto tiempo.

Por suerte, en los últimos años se ha activado el debate sobre la tecnología y sus límites éticos; y aunque la conversación ha estado centrada en la privacidad de los datos convendría entrar de lleno en el ámbito de los derechos de todas las personas trabajadoras, independientemente de su relación laboral. Si los sindicatos quieren recuperar el pulso de la utilidad social, aquí hay espacio y necesidad.

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