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Ramón Aguiló

escrito sin red

Ramón Aguiló

Vive y deja vivir

Ninguno de ellos va a cumplir ya los setenta. Se reúnen periódicamente a tomar café, verse y hablar. Nunca llegan a la media docena. Compartieron desdichas, alguna rebeldía memorable y episodios para olvidar, desde los diez hasta los diecisiete años. Compartieron más tiempo entre ellos que con sus progenitores, ocho horas cada día. Vivieron la violencia clerical, primeros viernes de mes, rosarios y los ora pro nobis de la letanía, ejercicios espirituales, temor a morir en pecado mortal, tocamientos frailunos, adoctrinamiento político, la fraternidad frente a la arbitrariedad del poder, y, sobre todo, el pavoroso tedio de la falta de libertad. En el transcurrir de los días vieron aparecer los arquetipos: el noble, el cobarde, el solidario, el atravesado, el gilipollas, el pelota… Todo eso y el espíritu de su tiempo impregnaron sus emociones, su lenguaje, y forjaron lealtades indelebles. Ahora, los años acumulados les focalizan sólo en el presente. A veces ensayan el ritual del recuento de bajas. Cuántos han caído y cuántos siguen vivos; sus nombres, sus perfiles, sus huellas. Es un ritual de explicitación de su propia angustia existencial y de respeto por los ausentes. De alguna forma resucitan a los muertos, les dan nueva vida, rejuvenecidos, como si fueran guardianes de la memoria. Saben que, con ellos, también se acabará.

Su espíritu no transita por la nostalgia, más bien por la melancolía. Pero no pueden evitar el sentir haber formado parte de una generación que, por haberla vivido, desdeña toda forma de convicción absoluta, toda forma de restricción a la libertad individual. Sus convicciones políticas se asientan mayoritariamente en el sentido común de un socialismo liberal o de un liberalismo progresista. Entienden que las leyes deben acomodarse a los sentires mayoritarios y a las costumbres del presente. Se identifican con una máxima de Talleyrand: «Surtout pas trop de zèle». Todo exceso de celo conduce invariablemente al totalitarismo. Creen que para mantener la cohesión social es requisito imprescindible saber convivir con la imperfección, la reivindican como la más generalizada característica de la condición humana. Aprendieron por la experiencia del siglo XX la verdad anunciada por Cioran: que la perfección, la convicción absoluta, la utopía, son el camino directo a la dictadura. No pueden entender las nuevas leyes educativas, que desprecian el esfuerzo y la excelencia; la ley trans por la que adolescentes de 14 años pueden cambiar de sexo de forma irreversible, ellos, que fueron adolescentes saben de las ambigüedades de esa edad; entienden el requisito del consentimiento de la ley del sólo sí es sí, pero objetan que deje en manos de cada juez la calificación de la gravedad de la violencia sexual; no entienden que el delito de violencia de género no signifique lo mismo si el protagonista es hombre o mujer; entienden que es absurdo reclamar el voto a los dieciséis años cuando los lóbulos frontales del cerebro, los que advierten de las consecuencias de los propios actos no maduran hasta pasados los veinte. Ellos, que ya no fuman desde hace mucho, no pueden comprender ese puritanismo salutífero que ya reclama la prohibición de hacerlo en espacios abiertos. Se sienten desconcertados por esas nuevas formas de poder ya instaladas en la sociedad que castigan la disidencia con el nuevo orden; esa pretensión mancomunada del PSOE y del PP de abolir la prostitución y estigmatizar a las mujeres que la practican, de prohibir la libre decisión de adultos de intercambiar sexo por dinero; una hipocresía que salva la prostitución institucionalizada del matrimonio por interés económico, pues dinero y amor se entreveran en los pozos del alma. Así se sienten ellos, que no han ejercido de puteros. Todo lo que no se alinea con el nuevo orden es calificado de fascismo.

Un ejemplo de todo ello ha sido el escándalo de la novatada del colegio mayor Elías Ahúja, que parece haber estremecido los pilares morales del país. Que la expresión desaforada de la estupidez de un ritual machista y despreciable que contaba con la complicidad y la diversión de las chicas del colegio mayor femenino Santa Mónica, haya provocado el llanto y crujir de dientes de Irene Montero y Victoria Rosell hablando de terror sexual y de fascismo, es para hacérselo mirar. Que la escena haya sido protagonista de los telediarios día tras día y que los medios de comunicación se sumaran con febril entusiasmo a la caza de los terroristas sexuales preguntando por los hechos a Sánchez en Alemania, a Feijóo, con la pertinente y escandalizada condena; que se haya expulsado del colegio mayor al solista del coro de monos rebosantes de testosterona, es delirante. Sí, es vergonzoso, pero no se puede juzgar esa patochada machista como si de verdad no hubiera consistido en un juego. Las palabras no tienen un único significado, son polisémicas, el significado depende del contexto. Y el contexto era un juego; estúpido, pero un juego. Lo que no puede entenderse, la estupidez es contagiosa, es ese hipócrita escándalo que reclama castigo por un juego ajeno a los abusos de poder cruentos de las antiguas novatadas. La cuestión es si estamos dispuestos a penalizar el juego y la fantasía de los otros cuando nos incomoden a la mayoría, como es el caso. Se ha puesto en marcha una furia punitiva a la que se ha sumado con frenesí el colegio de Montesión de Palma contra su antiguo alumno que, para colmo, repartía bolígrafos de Vox; no sea, hipócritas, que les señalen como educadores fallidos. Si hasta Ortega Smith, un macho alfa de la ultraderecha se ha apuntado a la ejecución sumaria.

Ellos, ajenos a ese delirio hipócrita, se refugian en el humor y en la vieja proclama liberal: vive y deja vivir. Los nuevos inquisidores odian el humor como los ayatolás que matan mujeres y persiguen a los que caricaturizan a Mahoma o dibujan las viñetas del Canard Enchainé, porque no hay nada más corrosivo para ellos, por eso suelen ser gentes malhumoradas y de mirada torva. Un ejemplo de ese odio es su indignación en las redes sociales, esa picadora de carne mortal, contra El Roto, Andrés Rábago, una de las pocas voces potentes que quedan en el diario El País, por una de sus viñetas, sobrada de humor negro: un hombre derrengado sobre un sillón o un sofá exclama: «Me masturbé sin mi consentimiento, fue muy traumático». Pablo Iglesias, el apóstol caído, les llamaría lo que a Javier Marías: «pollas viejas».

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