Christian Salmon fue el autor de un pequeño librito llamado Storytelling, en el cual deducía que esta técnica aplicada a la comunicación política resultaba mucho más eficaz que la propaganda, porque no pretendía modificar las convicciones de la gente, sino que buscaba hacerla partícipe de una historia apasionante, como si de una gran novela se tratase. Obama fue un buen ejemplo de puesta en práctica, aunque no fue el único. Pues bien, esta inofensiva pero eficaz técnica se fue al garete, el propio Salmon se auto enmendaba a la totalidad apenas 10 años después de su publicación y pasaba a enmarcar la comunicación política en una nueva fase: la del enfrentamiento.

Así pues, hemos pasado de la historia al choque, del suspense al pánico, de la secuencia a una sucesión atemporal de enfrentamientos.

Ya no reina la manipulación y el formateo de las mentes, como cuando el storytelling dominaba el discurso mediático y político. Hoy en el bullicio de las redes y la brutalización de los intercambios comunicativos, la historia ya no es la clave para destacar. La conquista de la atención ahora pasa por la confrontación, la ruptura y la destrucción de las verdades.

¿Cómo hemos llegado hasta aquí, a una arena política con un nivel de polarización nunca visto antes? Escenario o patrón que se está repitiendo en no pocos lugares a lo largo y ancho del globo. Tal vez, acudir al trumpismo puede ayudarnos a encontrar algunas respuestas para entender esta nueva fase de crispación política, donde los hechos tampoco son importantes para buscar soluciones a los muchos y complejos problemas sociales que tenemos por delante.

Si se consolidase como norma este grado de polarización, la salud del sistema político se verá seriamente afectada. Un sistema colapsa cuando no es capaz de producir resultados e iniciar una nueva fase de retorno que da continuidad y legitimidad al mismo. De hecho, ya hay estudios que están evidenciando cómo la política empieza a ser un tema tabú entre familiares y amigos por las fuertes peleas que les genera.

En este sentido, me preocupa la deriva agresiva de una gran parte de los discursos políticos, especialmente en las contiendas electorales. Ante estas, parece ser que sitúan al votante, nos sitúan, al borde del precipicio, nos quieren hacer creer que estamos ante una encrucijada final, una cuestión vital de elegir entre libertad o esclavitud. Llegados a este punto, ¿cómo escapar de esta disyuntiva, sin dejar de creer en la utilidad y la importancia de la política, reivindicándola de nuevo para aquello que fue inventada? 

En la política, al igual que en la vida, no es todo blanco o negro, positivo (+) o negativo (-). Recuerdo una vez que trasteando un equipo electrónico me lo cargué por invertir la polaridad. Se ve que confundí el positivo con el negativo. Me pregunto si algo similar puede pasar a los electores con la polarización. ¿Puede la política llegar a cortocircuitarse y quemar su propio sistema político? Lo que está claro es que más de crispación provocará que la gente se desenganche o desentienda cada vez más de la cosa pública, se desconecte (si no lo ha hecho ya) de la política. ¿Y esto nos beneficia como sociedad, beneficia a alguien? Esta es la pregunta de quesito a responder en la era de la polarización.