Se despidió de su programa radiofónico fetiche con un aullido de náufrago sin oyentes. "Si no soy el Loco de la Colina, me falta muy poquito". Le devoró el personaje. Todos lo habíamos escuchado, de repente huérfanos. Éramos fanáticos de las entrevistas ensortijadas de un locutor califal que solo admitía herejes, en televisión nos despistaba el jolgorio luminoso.

Nadie ha entrevistado como Jesús Quintero, sus imitadores no son dignos de ampararse ni bajo el manto protector del ridículo. El Loco penetraba simultáneamente en el oyente y en su víctima. Nunca se detenía en el zaguán, accedía a las cámaras íntimas de su interlocutor entre susurros que acentuaban el sonido de la pistola de García Carrés, golpeando la mesa del estudio. El locutor se acompañaba del sonido de su tabaco, el humo ciega tus oídos.

Quintero esculpía a un personaje desconocido para el propio entrevistado. Voy a creer todo lo que me digas, pero tú lo tendrás más difícil. Exageraba los detalles mínimos y suavizaba los rasgos agigantados. Desde la atalaya de su inteligencia prodigiosa y fascinante, reducía el poder a una cáscara hueca y ennoblecía a su zoológico particular de friquis. La misma pertinencia absoluta que Iñaki Gabilondo ha logrado en lo informativo, donde las noticias existen por su decisión personal, la alcanzó El Loco en lo lírico y sensual. Fue el dueño de nuestros sentires y sentimientos.

El Loco de la Colina era el artista que se inmolaba a cada entrevista, como decía Umbral de uno de los articulistas que pretendían emularle.

Los famosos que no han sido entrevistados por Quintero, nunca han ejercido de tales propiamente hablando. No hemos vuelto a prestar suma atención, ahora oímos sin apenas escuchar para pasar a lo siguiente. Nos perteneció porque le pertenecimos, el mundo se queda más solo.