Es un hecho que en los últimos años la política ha venido generando un desencanto creciente entre los ciudadanos. Sin duda esta desafección tiene origen en causas reales, y ha generado el caldo de cultivo perfecto para los discursos populistas que proponen soluciones sencillas a problemas complejos. Por desgracia, ahora que muchos ya han comprobado decepcionados en qué consistía esa «nueva política», se sigue escuchando con cierta frecuencia que «todos los políticos son iguales». Al margen de ideologías, permítanme explicarles por qué esa afirmación, especialmente en el ámbito de la gestión municipal, es imposible de sostener sin caer en el sectarismo.

La transformación de Bilbao en las últimas dos décadas se estudia en prestigiosas escuelas de urbanismo a nivel internacional. Lo fácil sería pensar que solo fue posible gracias a cuantiosas inversiones públicas financiadas por diferentes administraciones. Pero sería injusto no reconocer los méritos del que fuera su alcalde durante quince años, Iñaki Azkuna, un político del PNV capaz de aunar voluntades para promover un proyecto urbanístico y económico de tanta envergadura.

Algo parecido había sucedido antes en La Coruña. El socialista Francisco Vázquez abrió la ciudad al mar, desarrolló su puerto e hizo una apuesta firme por potenciar la educación y la cultura. Después de 23 años consecutivos en la alcaldía nadie puede negar su liderazgo y su capacidad para atraer votantes de otras ideologías en torno a un proyecto compartido de ciudad.

Málaga es el ejemplo más reciente entre las grandes ciudades de España para demostrar que no da igual quién esté al frente de su gobierno. Mi compañero del Partido Popular Francisco de la Torre ha impulsado una metamorfosis total de su ciudad en torno a un proyecto con tres ejes dinamizadores: el turismo, la cultura y la tecnología.

Tres ciudades, tres alcaldes de diferentes partidos y una palabra que se repite en los tres casos: proyecto. Son ejemplos de éxito que demuestran que ser alcalde significa algo más que presidir los plenos del Ayuntamiento. Ser alcalde supone ser capaz de imaginar el futuro de la ciudad a 8, a 12 o a 20 años vista. Hablamos de una visión estratégica, por supuesto, pero lo suficientemente flexible como para dar cabida a una sociedad civil que tiene que participar en su diseño.

Y para eso, para que sea un proyecto compartido que se pueda desarrollar en el largo plazo, es necesaria una actitud generosa e inclusiva, que permita sentirse identificada con ese proyecto a una amplia mayoría de ciudadanos. Esto es exactamente lo contrario al sectarismo que hemos padecido en Palma los últimos siete años con José Hila como alcalde.

Si uno de los objetivos fundamentales de la política es la creación de espacios de convivencia, no existe escenario más cercano y apropiado que el ámbito municipal para llevarlo a la práctica. Como arquitecto en ejercicio tengo una idea clara de la ciudad que debería ser Palma para recuperar los años perdidos en polémicas estériles por el actual equipo de gobierno.

La dejadez e incompetencia que estamos sufriendo en la gestión municipal hacen necesario un plan de choque en las áreas de limpieza, mantenimiento de infraestructuras y seguridad. Pero más allá de este mínimo exigible a cualquier gobernante, desde el Partido Popular de Palma nos proponemos explicar en los próximos meses un proyecto de ciudad con propuestas claras sobre urbanismo, vivienda, movilidad, nuevas infraestructuras, cultura, deporte o el turismo que queremos acoger en los próximos años y del que bajo ningún concepto queremos prescindir.

Alguien dijo que la democracia es la necesidad de doblegarse de vez en cuando a las opiniones de los demás. Por eso resulta imposible construir un proyecto compartido a largo plazo, que genere cohesión social, desde el dogmatismo o la radicalidad. Nada de eso sucedió en ciudades pujantes como Bilbao, La Coruña o Málaga. En Palma no debemos resignarnos a tanta mediocridad porque, al margen de ideologías, hay ejemplos que demuestran que no da igual quién gobierne.