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Juan José Company Orell

Una sirenita de cuota

Creo que fue D. Josep Tarradellas quien acuñó aquello de que en política se puede hacer de todo menos el ridículo, y es que esa tan humana capacidad de caer en el ridículo es casi tan inabarcable como el propio universo y se extiende por todos los ámbitos de caminar de los bípedos, dicen que racionales, donde algunos en un afán de extremada «corrección» se ven actuando en aquella forma.

Alguna polémica ha levantado una producción cinematográfica del cuento de Hans Christian Andersen La Sirenita, por la razón aducida para que el personaje principal lo protagonice la actriz Halle Bailey en base no a sus cualidades artísticas, de las que no tengo razones para dudar, sino más bien debido, por lo que se ve, a lo de la corrección de curotas, ahora metida en camisas cinematográficas; resultaría casi gratuito el considerar que el danés pintó el imaginario personaje con los modelos que en 1837 rodeaban su vida y de tal forma describe a su Sirenita en el cuento con piel blanca y suave, ojos grandes y azules, pero eso sí, con una cola de pez. Vaya por delante que soy sumamente flexible en cuanto a la imaginación que el intérprete de turno quiera sumar a su concepto de una historia o de un personaje; ese interpretador tiene toda la libertad del mundo para poner sobre el escenario a un Ricardo III en la persona de un Drag Queen vestida de lentejuelas y sobre unas plataformas de veinte centímetros, que pronuncia su monólogo de la escena tercera, aquel «Now is the winter of our discontent»; la misma libertad que debe tener el espectador, pasivo o voluntario, para decidir si considera aquello como arte o como un bodrio ridículo. No se puede pregonar una libertad sin respetar en igual medida la otra.

La defensa constante contra las discriminaciones de todo tipo, sobre todo las que tienen como causa el color de la piel de este o de aquel individuo, es una práctica sana, higiénica y hasta recomendable, pero llevar ciertas prácticas sanas, higiénicas y recomendables a extremos hiperbólicos puede resultar en caídas y resbalones públicos nada deseables; no hay más que recordar la habida pretensión de cambiar el título de la novela de Agatha Christie, Diez Negritos bajo el infundio de ser racista. Es el síndrome social que abunda últimamente por ahí del pase de frenada, porque como mantenía el Gran Corso de lo sublime a lo ridículo solo hay un paso.

Con todo, la cosa no ostenta ni siquiera aire de novedoso, ya en 1993 Kenneth Branagh metió en la persona del D. Pedro de Aragón, de otra shakesperiana invención, Much ado about nothing, a un talentoso Denzel Washington, a quien nadie negará su coloratura de pigmentación y la incorporación de un actor negro, me sigue pareciendo absurdo el llamar a una persona de color «afroamericano» cuando él y sus más inmediatos ancestros nacieron en la Unión, como el propio Denzel, en Nueva York cuando a Omar Shariff, nacido el Egipto, África o a Charlize Theron, originaria del Transvaal sudafricano, o incluso a Albert Camus, nacido en Argelia, que si alguien no me corrige sigue siendo África, se les niega el mismo calificativo al que por nacimiento tienen mayor derecho, incorporación de Washington a la obra teatral que no desmereció un ápice del resultado.

Se me ocurre que el asunto de las cuotas y de los cambios radicales aplicados a determinados personajes inventados a su manera y en su tiempo por sus autores nos puede llegar a conducir a ese ridículo del que abominaba Tarradellas, y me voy a permitir unos pocos ejemplos de lo que podemos llegar a contemplar si esto sigue así; es de suponer que a no mucho tardar alguien propondrá que la Ópera del Maestro de Busseto, Otelo cambie radicalmente el rol central por estar este representado por un negro o ennegrecido, según los casos, que además es un varón, celoso y posesivo maltratador, que finalmente asesina a su esposa Desdémona blanca ella e inocente de las murmuraciones de Yago; o que por aquello de referencias racistas se requiera que la perversa y embaucadora Odile del Lago de los Cisnes ya no pueda más vestir de negro; o que se sugiera una encuesta para que el Festival de Cine Negro de Gijón trueque de forma urgente su nombre dado su denigratorio enunciado.

Habrá quien diga, siguiendo por el mismo sendero del ridículo absurdo de los intercambios que el personaje de Tío Tom, de la novela de Harriet Stowe, bien podría ser representado por un blanco, víctima de igual barbarie, al tiempo que se adjudicara los personajes de los malvados tratantes de esclavos a actores negros; cosa no demasiado ajena a la realidad por cuanto, como admite Hugh Thomas en su libro The Slave Trade «Qué duda cabe de que sin los compradores americanos, que formaban el mercado, y los gobernantes africanos, que suministraban los cautivos, el cuadro resultaría muy incompleto».

Quizá pues no sea del todo conveniente el dejarse caer por esa pendiente de que la corrección admite cualquier desaguisado, y que debiéramos escuchar la opinión del Tercer Presidente Estadounidense, Thomas Jefferson, cuando mantuvo que se recurre al ridículo solo cuando la razón está contra nosotros. Por cierto Don Thomas fue en su tiempo propietario de algo así como 600 esclavos, en su plantación de Monticello, sin que a fecha de hoy ninguna de sus estatuas en territorio del Tío Sam, ni tan siquiera la que está en el Capitolio de la Nación, hayan sido derribadas por los mismos que descabezan las de Colón o Junípero Serra, quienes, que se sepa, no poseyeron esclavo alguno. Otro absurdo ridículo.

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