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Jorge Fauró

Arenas movedizas

Jorge Fauró

Así se llora

Lo que diferencia a un líder de un tirano es el tipo de lágrimas que derrama su pueblo cuando fallece

Tras el fallecimiento en 2011 del Jefe Supremo de Corea del Norte, Kim Jong Il, la prensa del Sur informó de la imposición de hasta seis meses de trabajos forzados a los súbditos del dictador que no lloraran de forma convincente la muerte del líder. El mismo tipo de castigo se reservó para aquellos ciudadanos que no hubieran participado en las reuniones de luto organizadas por el régimen o cuyo dolor no pareciera genuino, sentido, sincero.

El riesgo de verse abocados a picar piedra si no empleaba uno la semana en ahogarse en un mar de lágrimas provocó escenas que en muchos casos abundaban en el ridículo. Decenas de mujeres agitaban el periódico del día de autos en competición por el llanto más estridente; obreros de la construcción, tipos duros todos, corrían en comandita hasta los pies de un mural gigante para arrodillarse con la cara entre las manos entre lamentos por la desaparición del guardián del régimen; la población se agolpaba alrededor de las estatuas del Amado Líder en un sin par concurso por demostrar la afección por la pérdida; la presentadora de la televisión pública norcoreana aprovechó el horario de máxima audiencia para llorarle en directo ante todo el país, sin duda en el papel de su vida, graduando el drama, la voz modulada para enfatizar la tragedia, nerviosa, nunca segura de si el llorómetro le habría validado lo suficiente para no acabar dándole al mazo en una cantera. Si pueden perder unos minutos busquen los vídeos, son un monumento a la tragicomedia del miedo y a la sobreactuación como no se veía desde los tiempos de Arias Navarro. Que aquí, ojo, la mitad brindó y la otra mitad lloró.

Hay lágrimas por obligación y lágrimas por convicción. Lágrimas como las de Corea del Norte y lágrimas como las del pueblo británico en el último adiós a su reina. Uno gobernaba de modo asfixiante. Ahora lo hace su hijo, y lo hace igual. La otra, simplemente, reinaba en los términos constitucionales establecidos en el siglo XX para la generalidad de las monarquías de Europa. Unas y otras lágrimas dan la medida de dos líderes que en ningún caso fueron elegidos por su pueblo, sino impuestos por la fuerza militar, no hace tanto tiempo en el caso coreano, o por la gracia de Dios y de la tradición si hablamos de Inglaterra, muchos de cuyos primeros reyes tampoco dudaron en blandir la espada para lograr su objetivo, caso de Alfredo el Grande, aquel rey de Wessex que se empeñó en unir a Inglaterra a su pesar, con la infantería avanzando contra los reinos vecinos y contra los paganos que trataban de saquear las islas británicas. La Historia se escribe así.

El llanto del pueblo constituye el termómetro que mide el respeto y la devoción hacia un rey o una reina. En Inglaterra ha llorado hasta Meghan Markle, que es mucho llorar; incluso David Beckham, que ha guardado horas de cola para dar su último adiós a la monarca sin la amenaza de cumplir una pena de trabajos forzados. El valor de un gobernante se comprueba después de muerto. Ceaucescu, Sadam o Gadaffi acabaron ajusticiados a manos de la población tras años de dictadura y tiranía. Kim Jong-un debería ir tomando nota.

Aquí tuvimos a Franco, y mientras una España se alegraba, decíamos, la otra, la que no conoció otra cosa y vivió a cobijo, hizo cola ante su cuerpo expuesto en el Palacio de Oriente. Ya ven, siempre dos Españas orilladas en los extremos de la contradicción.

Tras diez días de infodemia alrededor de Buckingham Palace, no puede uno evitar pensar qué ocurrirá en nuestro país de aquí a unos años, y cómo un rey que tuvo a todo su pueblo a favor dilapidó aquella herencia por una cuestión de dinero. Vulgar, impropio de reyes. Se le llorará, seguro, pero más se le habría llorado. En naciones como España nadie obliga a nadie a llorar ni a guardar el duelo. En el Reino Unido tampoco, y resulta que tenían a una reina con un apoyo popular más que clamoroso. Lágrimas por convicción. Queda muy atrás el noble oficio de plañidera, aquellas mujeres surgidas en la cultura egipcia y que aún se estilaban hasta hace poco en el medio rural, a las que se pagaba por llorar a difuntos que no tenían quien les llorara. Pobre de aquel que habiéndolo sido todo para los suyos deja este mundo sin nadie que le llore.

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