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La intolerable deriva judicial

Este mes de diciembre se cumplirán cuatro años de la caducidad del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), que fue elegido en diciembre de 2013. Los consejeros actuales, con Carlos Lesmes a la cabeza, que habían de cumplir un mandato de cinco años, están a punto de alcanzar los nueve. Y, curiosamente, este aplazamiento, debido a la cerrada negativa del Partido Popular a prestarse a la debida negociación de un nuevo Consejo, ya que se requieren los tres quintos tanto del Congreso como del Senado, mayoría que solo se logra con los votos de PP y PSOE, se mantiene mientras el horizonte judicial del PP sigue ennegrecido: ahora se va a entrar en los gravísimos abusos cometidos por fuerzas de la seguridad del Estado dedicadas por el exministro Fernández Díaz a confeccionar informes falsos para desacreditar a sus enemigos políticos (la operación Kitchen).

Asimismo, esta prórroga que vulnera el mandato constitucional se ha producido en un periodo en que el PP era examinado en numerosos frentes judiciales por sus corruptelas y corrupciones. Tal fue la deriva inmoral de la formación conservadora que su presidente, que lo era del Gobierno, Mariano Rajoy, fue expulsado del cargo mediante una moción de censura que en junio de 2018 dio paso a un gobierno de izquierdas.

Se podrá pensar —y a buen seguro que así lo hacen muchos ciudadanos de buena fe— que poco o nada tiene que ver el bloqueo político del CGPJ con las corrupciones del Partido Popular. Pero a partir de cierta edad, los seres humanos dejamos de creer en las casualidades sistemáticas, y es bien evidente que ha existido y existe todavía una insana relación entre la política y la justicia que resulta intolerable, que hay que corregir, y de la que se desprende esta obstinada negativa del PP a cumplir la Constitución.

En rigor, la ley es igual para todos y todos somos iguales ante la ley. Pero la realidad no es tan simple. Las leyes han de ser interpretadas por jueces conforme el espíritu constitucional, y esta interpretación concede márgenes de arbitrariedad seguramente inevitables, que en España son en ciertos asuntos demasiado amplios.

Veamos por ejemplo un asunto vidrioso: la responsabilidad in vigilando de los altos cargos políticos. Nadie ha inculpado, pongamos por caso, a la cúpula del PP por los manejos de sus tesoreros ni por las redes criminógenas de exacción de fondos con que financiar el partido. Nadie ha pedido cuentas a Esperanza Aguirre por las inicuas andanzas de sus más directos subordinados que convirtieron la CAM en una literal cueva de ladrones…

En el caso de los ERE, en que los abusos tuvieron la paternidad socialista, se juzgaba algo muy similar: el control de los expresidentes de la Comunidad sobre la distribución clientelar de dinero público. Y, como es bien conocido, la sentencia hecha pública hace unos días (el fallo se conocía hace semanas) condena a Chaves por prevaricación y a Griñán prevaricación y malversación. La prevaricación se castiga con inhabilitación y la malversación con penas de prisión, por lo que Griñán, en principio, deberá ir a la cárcel. Con la particularidad que de los cinco jueces de la Sala Segunda del Supremo que han sentenciado el caso, los tres que han votado a favor de la pena —Juan Ramón Berdugo, Eduardo de Porres (ponente) y Carmen Lamela—, son «considerados de tendencia conservadora» según los medios, en tanto los que se han opuesto en términos durísimos contra esta condena —Ana Ferrer y Susana Polo— son progresistas y pertenecen a la asociación Jueces y Juezas para la democracia. Es difícil no observar un sesgo ideológico ya que habíamos quedado en que las casualidades no existen.

El lector avisado sabrá que el caso no es único, y que se pueden exhibir numerosas ‘casualidades’ semejantes. Para escarnio de los unos y de los otros, porque el pecado es en este asunto compartido.

Constatar este sesgo resulta muy inquietante para todos, y ha de ser combatido por los propios jueces. De hecho, un exjuez polémico acaba de comparar el bloqueo con el golpismo, algo que también pensamos algunos. Quizá no sea para tanto, pero sí es inocultable que la democracia está en riesgo por esta causa.

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