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Alex Volney

Nieve y ardillas

El desaparecido autor Javier Marías recordaba que Stevenson había escrito «esa tarea de niños» que es la literatura. El conmocionado mundo del libro recuerda hoy sus palabras más reflexivas: «En el momento en que no estás aquí para defender tu obra en entrevistas, literalmente dejas de existir, se te penaliza». Imaginen con las redes en marcha y el circo del anonimato gratis. Este señor tenía mucha vista. A finales de la década anterior no tenía móvil ni asistía, personalmente, ningún correo. Lo tenía muy claro y aseguraba que «tras la muerte vienen cinco días de páginas y luego diez años de olvido».

Uno de los más grandes escritores aseguraba que durante años no estaba seguro de que pudiera ganarse el sustento, pero su estirpe siempre supo tirar adelante. Pasó por muchos períodos de angustia e inquietud. Vivió en otros países y nunca se casó. Decía de él mismo que había sido «un tanto calamitoso en su vida», refiriéndose a las relaciones de pareja.

Era uno de los mayores novelistas, ensayistas y autores de relatos breves, y de los más considerados entre los traductores del inglés al castellano. Fue traducido a más de treinta lenguas y en todo el mundo movió más de cinco millones de ejemplares. El mismo que afirmaba que «desde luego uno no puede ganarse la vida traduciendo». Pero consideraba que «habría sido mucho peor si no hubiera tenido éxito como escritor, y habría podido ocurrir fácilmente». Es muy sonada la polémica con su antiguo editor, Jorge Herralde. Uno de los autores de más nivel, cuyo nombre ha sonado algunas veces para el Nobel, conoció ese segmento de precariedad que tiñe el sector literario de una eterna y vergonzosa pátina de endémica incertidumbre. Marías iba vacunado para todo eso y más. Su padre había sido encarcelado tras la Guerra Civil y más tarde vio prohibida su vocación de ejercer la docencia en nuestro país. Célebre filósofo, Julián Marías, que por diversas circunstancias se trasladaría a Estados Unidos y allí enseñaría teoría de la traducción. Precisamente por eso pasó parte de su infancia en USA. Javier Marías había nacido en Madrid en 1951. Según Sarah Fay, su narrativa dibuja una clara línea entre ilusión y realidad. «Hablaba como escribía, en modo digresivo e indirecto». Fay lo entrevista en 2006 y ve que «nunca lleva corbata» y «vivía en dos pisos alquilados cerca de la Plaza Mayor de Madrid». «Meticuloso, elegante y clásico… pero sin tiempo de ordenar la fabulosa biblioteca», «hombre entre la grandeza y la soledad» y «entre la sociabilidad y la reserva», «era puntilloso y difícil de clasificar». Realmente era el hijo que más preocupaba a su madre. El único, de los cinco hermanos, que se ponía a sí mismo en peligro. Ayer y hoy, Coetzee y Rushdie le admiran. El desaparecido Sebald también. De familia republicana, fundó, editorialmente, el Reino de Redonda. Los grandes grupos editoriales, por auténtica envidia, nunca se tomaron en serio la distribución para uno de los mejores catálogos. Un reino donde la aristocracia se fundamenta en la herencia intelectual. El culpable fue Gasworth y Redonda parece ser que es esa isla alejada que representaría algo así como el equivalente a Transilvania en Europa. Lugar montañoso y de acceso difícil. Con sus duques y duquesas: L. Durrell, H. Miller, Dylan Thomas… Estirpe hereditaria bajo ningún concepto sanguíneo y sí en virtud de méritos literarios.

Javier Marías solo escribía tres o cuatro horas al día, no más. Y consideraba que la única cualidad importante en un novelista es la paciencia. Aparte de autor de una de las obras más importantes del mundo occidental, el escritor madrileño era muchas cosas más. Al proponerle el Reino de Redonda se lo pensó y se dijo a sí mismo que: «si algo tan novelesco se me presentaba en la vida y no lo aceptaba, no debería considerarme un novelista». Un monstruo de los de verdad.

D. P.

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