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Antonio Papell

De monarquías y repúblicas

La muerte de Isabel II de Inglaterra, decana de los monarcas europeos, significa probablemente el fin de una época, tanto porque la difunta personificaba por sí sola una larga, casi secular, continuidad institucional cuanto porque la monarquía británica ha sido el ejemplo democrático más luminoso de esta clase de regímenes parlamentarios.

No parece osado afirmar que la solidez de la monarquía británica tras la Segunda Guerra Mundial se debió en medida importante al prestigio personal de la reina, que, como han destacado los analistas, se basó en los atributos positivos tradicionales de la autoridad: rectitud, espíritu de servicio, profesionalidad, honradez, sobrio sentido del humor, empatía… Semejante trayectoria rectilínea permitió a Isabel II ser con eficacia el depósito de legitimidad de una institución milenaria, que ya en el siglo XVII abrazó plenamente el parlamentarismo moderno y puso la nación sobre los hombros de la soberanía popular.

Isabel II fue llamada a reinar por una carambola del destino a la muerte de Jorge VI, en febrero de 1952, y ha dejado al frente de la institución a su hijo Carlos III, un personaje poco simpático, arrogante, desdeñoso con la madre de sus hijos y rico hasta la náusea, que llega resabiado y tarde al trono y que mucho tendrá que cambiar para ganarse el fervor de las muchedumbres. La integridad de Isabel II no impidió tampoco los escándalos protagonizados por su entorno familiar próximo, conocidos por todos. La ausencia de Isabel II se hará notar.

Lo cierto es que, como parece lógico, la Commonwhealt, la asociación de 54 países que, con alguna excepción, son los restos del antiguo imperio británico, ha comenzado a agrietarse con la desaparición de quien mantenía viva la llama de esta unión, tan intelectual y política como material, aunque es y seguirá siendo base de numerosos intereses de toda índole, que nadie va a defraudar. Algunos países que todavía son anacrónicas colonias, como Australia, se aprestarán pronto a destruir la ficción y a convertirse en repúblicas. Y todo indica que, pese al fair play de las autoridades escocesas, el nacionalismo de este viejo reino ensaye pronto de nuevo la emancipación.

Nina J.Jruschova, biznieta del exdirigente de la URSS y reputada analista política en USA, cuya nacionalidad ha adoptado, recordaba en un artículo sobre el óbito regio que Walter Lippman, prestigioso comentarista político, escribió en su libro A Preface to Morals que «los ácidos de la modernidad» -incluyendo la secularización, la ruptura de la deferencia social y una mayor movilidad económica- estaban contribuyendo a la «disolución del orden ancestral» al erosionar «la disposición a creer» en la mayoría de las formas de autoridad tradicional.

Aquí, quien fuera nuestro primer rey de esta etapa democrática, Juan Carlos I, acopió también grandes dosis de prestigio, pese al escaso monarquismo de la ciudadanía, gracias al brillante papel desempeñado durante la transición y en favor de la erección un sistema pluralista. Ese prestigio, y algún gesto singular como su papel el 23-F de 1981, le valieron para afirmar la Corona en la cúspide de un sistema bien arraigado. Pero la deriva de Rey, sus errores financieros, sus escandalosos y llamativos devaneos, la generación de un ambiente en que pudo tener lugar la corrupción de sus propios familiares políticos, no solo degradaron la imagen del monarca sino que forzaron su apresurada renuncia.

La abdicación de rey ha enfriado lógicamente tanto las escasas adhesiones de que disfrutaba la monarquía cuanto la pasiva benevolencia que una mayoría de españoles sentíamos hacia una institución que, aunque anticuada, nos había servido de catapulta hacia las libertades.

Por fortuna, parece que quien mejor ha entendido esta situación ha sido el heredero, Felipe VI, quien está haciendo un denodado esfuerzo por ganar el terreno perdido, por estar a la altura, por reparar el daño producido por su progenitor a las instituciones, a la sociedad y al Estado.

De momento, parece haberse salvado lo esencial, el marco institucional que la Constitución establece, pero es notorio que el emérito no ha interpretado bien su papel ni su posición. Porque deben saber los reyes y su familia que la institución ha corrido un serio peligro y que probablemente este país, aunque generoso, no daría terceras oportunidades.

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