La idea lanzada la semana pasada por la vicepresidenta segunda es tan llamativa y tiene tantas aristas que es imposible no opinar. A estas alturas ya conocemos que el origen de la propuesta está en Francia y que se desarrolló en dos tiempos pero con poco éxito. La propuesta inicial de Yolanda Díaz era alcanzar un «acuerdo» con la gran distribución para «topar» el precio de un conjunto de alimentos básicos entre los que figurarían leche, carne, pescado, huevos y verduras. Ha evolucionado y ahora se trata de convencer a las grandes superficies para que elaboren una cesta de productos básicos variados y de calidad a precios asequibles. Desde mi punto de vista, no cambia los problemas de fondo.

La inflación es el principal motivo de preocupación actual para cualquier hogar con una economía normal. Pero es motivo de angustia para cada vez más familias que están en una situación de precariedad. Ningún cargo público podemos desentendernos de esta realidad. «El derecho humano a una alimentación adecuada» es básico y está reconocido en los pactos internacionales de la materia. Los estados tienen el deber de «respetar», «proteger», «garantizar» y «hacer efectivo» su cumplimiento y la FAO ha elaborado varios documentos internacionales para facilitar su interpretación. Seguro que la preocupación de la ministra está en este punto, entonces, habría que analizar si la propuesta es la mejor de las alternativas de política pública que tiene en sus manos.

En segundo lugar, se ha fraguado un problema de competencia y de articulación de la propuesta que para mí no es menor. Llama mucho la atención que la idea se lance desde el Ministerio de Trabajo, a la que se suma el Ministerio de Consumo, pero que no se haya contado con el Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación que además de ser competente en la materia, tiene entre sus logros y retos la reforma y aplicación de una Ley de la Cadena Alimentaria muy avanzada en la materia. Esta ley fortalece la AICA como organismos de control, crea el «Pleno de la Cadena Alimentaria» y potencia el «Observatorio de la Cadena Alimentaria» y estas estructuras dependen también del Ministerio de Agricultura. De la misma manera llama la atención que en los 10 días transcurridos, la vicepresidenta se haya reunido con las asociaciones que integran a la gran distribución, con las organizaciones de consumidores, con las de autónomos, pero no tengamos noticias de acercamiento alguno a las organizaciones agrarias, las cooperativas, las cofradías de pescadores que en definitiva son los que producen los alimentos, pero tampoco con la industria agroalimentaria que es quien los transforma.

Vamos llegando al nudo gordiano. Desde mi punto de vista el problema más importante de la propuesta es que aparca el enfoque de cadena de valor del sistema agroalimentario. La pandemia mostró la robustez y eficacia de nuestro sector agroalimentario. Cada actor de la cadena alimentaria siguió trabajando e hizo lo que tenía que hacer para que los alimentos llegaran a la ciudadanía y llegaran a precios razonables. La distribución de este país es realmente muy competitiva y trabaja siempre con márgenes muy ajustados y creo que aquí está un segundo error de diagnóstico. No quiero pintar una realidad ingenua y negar las deficiencias, pero el problema del funcionamiento de la cadena agroalimentaria está en cómo se crea y se distribuye el valor de los alimentos que consumimos en cada uno de los eslabones. El reto de la viabilidad es que ningún eslabón destruya el valor que ha creado el eslabón precedente y para ello, el precio que recibe cada uno debe cubrir al menos la totalidad de los costes de producción. El precio final que paga el consumidor tiene que poder pagar a cada uno de manera justa su trabajo. De lo contrario, es inviable producir leche, carne, pollos o nectarinas o elaborar pasta, aceite o mermelada. Estamos ante un tema muy complejo y más en un momento en el que los costes de los insumos están disparados. En esto trabajamos y estamos volcando muchos esfuerzos y propuestas tanto los agricultores y agricultoras, sus organizaciones, las cooperativas, la industria, la distribución, el comercio, y también las Consejerías del ramo de todas las CC AA junto al Ministerio competente. La aplicación de la ley no es sencilla pero es lo prioritario para todas las partes. En este marco, debemos situar el debate de los «alimentos baratos» que lleva presente desde hace mucho tiempo en el sector agroalimentario. De alguna manera, hemos acostumbrado a la ciudadanía a consumir alimentos a precios que son imposibles para sostener la viabilidad de toda la cadena. Con los costes de producción actuales, comprar leche por debajo de los 0,90€/lt es beber sangre de ganadero. Después de las heladas, sequías y granizo de esta primavera y verano, no es posible vender nectarinas por debajo de 2,90€/kg, ni melocotones por debajo de los 3,5€/kg. Pagar por el pollo menos de 3,5€/kg en un supermercado condena a la desaparición a todas las granjas de pollos que no sean integradas. Merece la pena destacar, que el gasto medio en alimentación por hogar en España es moderado y representa entre el 14% y el 20% de la renta familiar y que el precio de la cesta de la compra en España es el 90% del coste medio en Europa cuando todos los países de una economía similar a la nuestra se sitúan por encima. El Observatorio de la Cadena Alimentaria está elaborando estudios específicos sobre distintos productos y la realidad es que los márgenes con los que juega cada eslabón, incluyendo la distribución, no son en general excesivos. Aunque siempre existen abusos, la clave no está en este punto sino que a diferencia del resto de los sectores económicos, el agricultor o agricultora no es el que fija el precio de sus productos sino que se ve obligado a vender al precio que le marcan el resto de los eslabones de la cadena lo que no les permite sobrevivir. En definitiva, los productores y muchas veces la industria, no logran repercutir los costes en el precio final. Por lo tanto, plantear el problema empezando por el PVP efectivamente añade más presión a toda la cadena y a bien seguro, acabará pagándolo el productor y también la industria.

La nueva ley de la Cadena Alimentaria que entró en vigor el 14 de diciembre de 2021, entre otras cosas traslada una directiva europea sobre prácticas comerciales desleales en la cadena alimentaria. La nueva ley considera desleales prácticas como; vender por debajo de coste de producción, la venta a pérdidas, o las promociones no pactadas con los productores que lleven a engaño a los consumidores sobre el verdadero precio de los alimentos. Depende cómo evolucione la propuesta de la vicepresidenta, podemos encontrarnos que al analizar el precio y los costes de los productos incluidos en alguna de las cestas promocionales de las grandes superficies, encontremos prácticas consideradas como desleales. Seguro que alguien se dedicará a calcular realmente estos datos y a valorar lo idóneo o saludable de los productos incluidos. A bien seguro las organizaciones agrarias empezarán a comprobar si las manzanas que se incluyen son de Chile o españolas, si las naranjas son de Egipto o si las lentejas son de Estados Unidos, y tendremos una tercera línea de crítica. Sin duda, el pequeño comercio se ha sentido agraviado porque con su cada vez más estrecha cuota de mercado, la propuesta ofrece en bandeja una publicidad gratuita para la gran distribución. Por no decir que muchas de las organizaciones y movimiento sociales más críticos con el sistema alimentario, se preguntarán cómo encajan en esta propuesta los circuitos cortos de comercialización o la producción ecológica. Me temo que la propuesta daría para seguir despuntando aristas sin fin y es que el problema de fondo es que se trata de una idea genial que me temo que no ha sido calibrada y contrastada previamente con quienes tienen conocimiento y competencia en la materia.