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Antonio Papell

Descarbonización y democracia

El único aspecto positivo —si cabe extraer algo así de una tragedia que cuesta a diario muchas vidas— de la guerra de Ucrania es que la crisis energética asociada a esta brutal confrontación precipitará y acelerará la descarbonización, puesto que la utilización por Moscú de los hidrocarburos como arma de guerra intensificará el esfuerzo occidental en pro de la autosuficiencia, que a medio/largo plazo solo es posible mediante un esfuerzo extraordinario en fuentes de energía renovables.

Por añadidura, en este verano de sol y guerra, las temperaturas en todo el Occidente han sido extremas, y aunque no tiene apoyatura científica atribuir al cambio climático global un determinado proceso meteorológico que es por su propia naturaleza aleatorio, esta situación excepcional, muy infrecuente y con determinados signos inquietantes –como la desaparición en Europa central y del sur de los últimos glaciares—, nos estimula a buscar soluciones que nos garanticen el abastecimiento energético y la calidad de vida sin deteriorar todavía más el medio ambiente.

Sucede sin embargo que, en nuestras democracias, los cambios no pueden ser arbitrarios, ni prescindir del correspondiente consenso social. En el caso de la pandemia, hemos podido comprobar como los regímenes liberales –el chino ha sido el paradigma— resolvían al principio mejor que los democráticos la lucha contra el virus de la COVID. Los confinamientos eran impuestos manu militari, se construían nuevos hospitales en semanas con mano de obra cautiva, las vacunas eran rigurosamente obligatorias… Parecía que el autoritarismo facilitaba la respuesta sanitaria a la pandemia… Por más que al cabo de algún tiempo los países desarrollados se hayan desenvuelto igual o mejor que los autocráticos.

Así las cosas, no es imaginable que la descarbonización sea hecha de espaldas a la opinión pública, que ya se ha pronunciado con claridad contra ciertas energías dudosas –el rechazo social a la energía nuclear ha sido decisivo para que esas centrales hayan sido definitivamente descartadas— y que ve con mirada escéptica y progresivamente irritada el despliegue sin tino de molinos de viento y de extensiones infinitas de antiestéticas placas solares en paisajes privilegiados.

Todos los gobiernos tienen la tentación de encomendar esta tarea de planificación a los expertos, hasta crear una llamada «epistocracia» (sustantivo que describe un régimen en que los expertos participan junto a las instituciones democráticas en la toma de decisiones). Y lo ideal –piensan erróneamente- sería encomendarles también las decisiones. La idea es antigua y también sobre ella se asentaba la tecnocracia que el Opus Dei erigió aquí sobre la base franquista en los años sesenta del pasado siglo: se afirma que los problemas tienen una única solución posible y son las elites las encargadas de hallarla. Pero en el caso del cambio climático tal cosa no es posible: este fenómeno está imbricado en el conjunto de los problemas de la humanidad, y no es solo una cuestión técnica. Las decisiones que se adoptan interfieren con otras, con líneas de actividad consolidadas, y afectan cualitativamente a la vida de todos.

En 2018, Macron tuvo la idea de crear un impuesto al carbono como método disuasorio de la utilización de combustibles fósiles y acicate para recurrir a las renovables. Pues bien: el movimiento de los ‘chalecos amarillos’, muy sensibilizado por la anterior crisis de 2008, se negó radicalmente a la propuesta porque a su juicio castigaba a los trabajadores urbanos y perdonaba a los ricos de la ciudad. Lo revela Helene Landemore, politóloga de Yale, en un reciente artículo sobre esta cuestión.

Esta autora explica ingeniosamente que en lugar de preguntarnos ¿cómo llegamos a cero emisiones de efecto invernadero en 2050?, deberíamos plantear: ¿cómo llegamos a cero emisiones, preservamos un medio ambiente saludable y conservamos la biodiversidad, al mismo tiempo que nos aseguramos de que nuestras soluciones son justas para todas las comunidades afectadas y tienen en cuentan los patrones de injusticia preexistentes?

En definitiva, estamos ante un problema político, muy complejo, en que la técnica solo es un elemento más y cuyo enunciado no tiene sentido si no se somete a las reglas estrictas del parlamentarismo y la democracia política.

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