En medio de la peor crisis de la Corona inglesa del siglo XX la reina Isabel II únicamente movió el gesto, dijo algunas palabras y se dedicó a ordenar sus palacios. No dijo nada que, llevado a la prensa, fuera un titular lejos de lo común. Era más bien un susurro real dicho con la boca fruncida, como si tuviera miedo de que cualquier cosa que dijera rompiera la vajilla de su casa.

Y claro que se rompieron vajillas. La muerte violenta, en un accidente de tráfico, de la mujer de su hijo, el que ahora va a reinar como Carlos III, fue un suceso mayor en la vida social, humana, de la monarquía. Destruyó esa sensación que quiere despertar Buckingham, la de que todo allí dentro es perfecto, aunque se exilien nietos, se sucedan escándalos como los de Margarita, la hermana de Isabel, se descarrile hasta el marido, se incendie Irlanda del Norte.

En medio de todos los temporales ingleses de los últimos setenta años esa mujer ha tenido siempre un gesto para cada herida, y las ha tapado como ahora, con enorme elegancia, tapan el país y sus instituciones el desastre humano que supone todo fallecimiento, sobre todo el de una reina capaz de poner en orden un domicilio de tantos líos. Hay más música y manifestaciones que estupor. Quien la sucede no ha sido siempre un chico de valores seguros, pero el país se prepara para que ocupe un altar sin mácula, tampoco la que él ha representado tantas veces.

Ha muerto la reina, viva el rey. Se impone la vieja máxima, que aún no se ha dado entre nosotros, los españoles, pues tenemos, igual que hay dos papas, dos reyes vivos, y a ver cómo hacen para ir juntos al funeral de su prima mayor. Fue una mujer sobria, sus sonrisas fueron tan medidas como la de la Gioconda, su vida cotidiana fue marcada por un cartabón de hierro, o de silicona, aunque a veces, como cuando despidió en solitario a su compañero Felipe, se le escapó la emoción, que también le afloró en grandes catástrofes que vivieron su país o su casa. Igual que cualquier institución británica, tan perfectas casi todas ellas, e igual que el Gobierno tuvo su Boris Johnson, la casa real tuvo precisamente a Carlos, su sucesor, descosiendo la perfección que su madre representaba. La ruptura con Lady Di constituyó un descosido inmenso por el que asomaron costuras que parecían que iban a diluir la monarquía en un abismo que harían añicos las series, pues lo que de veras pasaba en Buckingham era mucho peor que lo que pudiera imaginar cualquier guionista de colmillo retorcido.

Pasaron los tiempos del resplandor oscuro de esa casa, como si Isabel diera un volantazo a esas viejas carrozas que la llevan del Parlamento a su casa, ella se puso en su sitio, y ya se sabe que Carlos se casó y que, además, su mujer, denostada por el pueblo, ahora será la otra reina, aunque sea una reina, la reina Camila, en frecuencia modulada. Todo en su sitio, este ha sido el milagro de Isabel II: la quieren, ahora también, hasta en la izquierda desafecta a la monarquía, y lo han demostrado o con silencios respetuosos o con declaraciones de una sensatez que dudo que aquí se hubieran producido en instancias parecidas.

El país ha salido a la calle, desde Escocia a Lands End, donde vivía, por cierto, John Le Carré, quien hubiera sido especialmente apto para convertir en una novela como de Agatha Christie la capacidad de Isabel II para aportar modestia a la grandeza y hacer que casi todo se fuera poniendo en su sitio sin tener que barrerlo todo de un plumazo. Tanto fue así que aquel que primero tuvo que haber sido barrido ahora aparecerá con los vestidos que tuvo el extraordinario monarca que, venciendo su tartamudez, le plantó cara a Hitler con la ayuda socarrona del hombre del puro, Winston Churchill. Jorge, el padre de Isabel, arrancada de un viaje a África para ser la reina niña más longeva de los siglos.

Es feo que un periodista especule, así que me perdonarán que diga qué sentimiento me embargó cuando vi a Carlos salir de la catedral donde se casó con Lady Di, cuando yo mismo era corresponsal de 'El País' en Londres, hasta cerca de cincuenta años. Esa cara no podía ser la de un hombre feliz, y la de aquella chica no podía ser un alma enamorada, pues los dos miraban hacia lugares disímiles de su entorno, como si se estuvieran esquivando, buscando en alguna mirada que hubiera por allí la solución de sus respectivos desconciertos sentimentales. La destrucción o el amor, titulaba Vicente Aleixandre. Pues parecía que iba ganando la destrucción. Aquella puerta giratoria de París, que llevó a Diana a los espejos rotos de la muerte, parecía el escenario final de una sonrisa difícil, que nació en la catedral y acabó en el cementerio.

Carlos exhibió entonces su tristeza, pero Buckingham (la reina) no se rompió por dentro porque con las astillas iba y venía la mujer que ahora ha muerto. Y tampoco se rompió Carlos, porque aquello que parecía añicos se había roto hacía mucho rato, tanto que algunos creímos verlo así aquel día de fastos populares que emitían un eco casi gris, o coloreado a desgana con el negro de los malos presagios.

Vi de cerca a la reina en el Prado. Viendo cuadros mayores de nuestra historia, algunos de reyes buenos y de reyes malos, ella se fijó en la capacidad española (de los especialistas españoles) para mejorar los cuadros dañados por el tiempo, entre ellos algunos de Goya, mientras que los técnicos ingleses que se ocupaban de lo mismo en sus pagos británicos parecía que dejaban a medias sus obligaciones de claridad.

Hizo otras cosas cuando vino, pero en lo que me fijé más fue en algo que siempre hizo, hasta el final, excepto quizá cuando recibió a la sucesora de Johnson al frente del Gobierno. A esa mujer que se parece a la Thatcher le dio la mano, le sonrió incluso, y eso que estaba en la senda final e irremediable. Quizá la última mano que estrechó en su vida. No era frecuente que diera la mano. Es más: en las manifestaciones en que hubiera mucho público y ella tuviera que cumplir el rito de saludar a la mayoría (es decir, al pueblo), ella llevaba muy agarrado a las manos un bolsito del que jamás se desprendía.

En el curso de aquel viaje madrileño de Isabel II le pregunté a quienes sabían qué demonios llevaba en el bolso la reina. Uno de los que sabía me dijo la verdad, que parece una metáfora de Borges: nada, la reina no llevaba nada en el bolso. Era puro atrezzo, como en el teatro o como en las películas. Pienso que ella fue una gran actriz, es imposible sobrevivir a un mundo tan difícil, aunque tan acolchado, como el que tuvo que lidiar sin algunas dotes de actriz, sin simular el disgusto o sin mantener en su sitio la sonrisa que no le apeteciera exhibir.

God save the Queen. ¿Y Carlos? Lleva falda escocesa, pero nunca se le vio con un bolso de mano.