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Carles Francino

La vida en un taxi

Madrid parece otro planeta en agosto. Supongo que como otras muchas grandes ciudades. Y sin grandes esfuerzos. La clave de esa transformación consiste, simplemente, en coger una goma de borrar y eliminar miles de coches del mapa urbano. El otro día pude confirmarlo, porque hay cosas que no cambian aunque tengamos una guerra a las puertas de casa, una escalada de precios que empeora la vida de los más vulnerables o la insoportable cháchara de políticos y tertulianos comiéndonos la moral. Somos animales de costumbres y volví a comprobarlo justo al salir de la estación de Atocha. Lo que no sabía es que en el primer taxi al que me subía tras las vacaciones recibiría una bofetada de realidad de esas que te obligan a replantearte muchas cosas. El taxista se llamaba Javier, tenía 60 años de edad, y era, como muchos en su gremio, un tipo amable y buen conversador. La sorpresa llegó al confesarme que este verano sus vacaciones habían resultado especialmente amargas.

-¿Qué ha pasado? -le pregunté-

-Me acabo de quedar viudo. Llevábamos juntos desde los 18 años; la otra tarde mi mujer se echó a dormir y ya no despertó.

Nunca sabes qué decir en momentos así, buscas algo que sea útil, que conforte, aunque sea misión imposible porque un dolor así solo se atempera -nunca llega a curarse del todo- con el tiempo; por eso apenas balbucí unas frases de compromiso, incluida esa tan absurda de «te acompaño en el sentimiento». No sé si a Javier le sirvió de algo, pero a mí en apenas unos segundos me pasaron por la cabeza tantas imágenes, tantos recuerdos y tanto tiempo malgastado en chorradas que llegué al final del trayecto emocionado como él. Me dio vergüenza pedirle su número de teléfono para invitarle un día a la radio y compartir algo tan universal como la pérdida, pero le agradezco que su sinceridad me sirviera para recordar las cosas que de verdad son importantes en la vida. Y recordar también que esa misma vida puede cambiarnos en un suspiro. Por eso malgastarla me parece del género idiota. Nunca es tarde para darse cuenta.

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