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Pedro Coll

Carisma y sufrimiento

Luisa María Jiménez, bajo la dirección de Magda González, en pleno rodaje, en La Habana, hace unos pocos años. Pedro Coll

Ella firma la Jiménez. Durante una estancia mía en La Habana almorzamos en el restaurante de un céntrico y conocido hotel y no me pasó desapercibido cómo los camareros la miraban con esa mezcla de admiración y respeto que provocan las personas reconocidas y queridas por la gente de a pie. Al levantarnos para salir, el maitre se dirigió a ella y le dijo: «Ha sido un honor tenerla aquí, con nosotros».

Luisa María Jiménez. Me habían hablado de ella como actriz de prestigio. Cuando fuimos presentados, al inicio de aquel rodaje, la vi amable pero ajena. Durante los días que siguieron, en que me paseé como mosca cojonera entre luces, técnicos y actores buscando imágenes para una historia personal e intransferible, siempre que la observaba la veía como si estuviera en otro lugar, parecía ausente. Como máximo, un cruce de sonrisas. Se movía con elegancia, interpretaba segura de sí misma, no participaba en tertulias de grupo, se ubicaba en lugares apartados donde mantenía su intimidad, conservando así con celo el personaje transitoriamente mapeado no sólo en su cerebro, también en su piel. Me di cuenta de que, durante aquellos días, concentrada en la interpretación del papel que le había sido asignado, ella no era ella, era su personaje. Y lo confirmé cuando, en este viaje posterior que al inicio de estas palabras cito, la conocí al margen de su trabajo y descubrí que aquella mujer serena y elegante era también abierta y divertida, valiente, transgresora y sobre todo inteligente.

La Habana es una ciudad controvertida y mítica a causa de su devenir histórico, es una ciudad sitiada y sufriente. Cuba lleva más de sesenta años sometida a un doble estado de sitio: el que se le aplica desde dentro y el que, crónicamente fracasado, le viene impuesto desde afuera. Al final, el sufrimiento lo padecen la mayoría de los cubanos, que por cierto no son los que imponen los bloqueos. Los causantes de tanto daño irreversible son, por un lado, el demodé Partido Comunista de Cuba, interesado protector de la nomenklatura/comunistocapitalista/hotelera/cubana y por el otro, los gobiernos norteamericanos (republicanos y demócratas), curiosamente cómplices con el temido y odiado Gobierno cubano en esa agresión crónica a un pueblo traumatizado para generaciones. Hoy, más que nunca antes, sólo una burda pero efectiva copia de la Stasi y un ejército en manos de caducos generales revolucionarios pueden impedir un levantamiento popular incontrolado. Pero recordemos cómo acabó Ceuaucescu.

Quienes mandan, manipulan, por ideologías, por intereses económicos, geoestratégicos, por caprichos y megalomanías, manipulan. Ucrania está siendo un ejemplo claro, un Putin acomplejado, egocéntrico, carnicero y vengativo, ha desencadenado el sufrimiento sobre millones de seres humanos que le importan un carajo. Miremos hacia atrás en nuestra historia reciente, un George Busch/hijo, mentiroso, inculto y pistolero, pegó la patada al avispero de Oriente Medio y desde entonces las consecuencias las estamos sufriendo todos. Y para más inri, esos valerosos exportadores de democracia a ‘misilazos’, que son capaces de esposarte (o mucho peor) por un exceso de velocidad, se la cogen con papel de fumar ante un multi-delincuente impresentable que les presidió y que puede volver a presidirles. Estos invencibles soldados de película en color acabaron saliendo de Afganistán por piernas, sí, con toda la cara ‘se hicieron un Vietnam’, porque ellos sí pueden. El que no podía era Rodríguez Zapatero, al que tildaron de cobarde e incumplidor por sacar a sus tropas de manera precipitada del nuevo infierno que los gringos estaban comenzando a crear (había avisado en su programa electoral). Diferentes y burdas varas de medir, cinismo imperialista, sea del signo que sea. El pueblo siempre acaba pagando el pato. Lo paga de manera directa (ahora toca a ucranianos, rusos y afganos) o de rebote (lo que nos está cayendo a todos los demás). La Historia está trufada de personajes maléficos al mando de poderes absolutos -a veces hasta disfrazados de demócratas- de visionarios sin escrúpulos que, desde su confort cobarde (quisiera verlos a ellos o a sus hijos en primera línea del frente), deciden sobre millones de indefensos. ¿A qué juegan estos malditos? Como dijo en un poema un indignado Federico García Lorca, «¡les escupo en la cara!».

Pongamos los pies en el suelo, relajemos el tono. El cine que se hace en Cuba se mueve dentro de las limitaciones que su dramática situación conlleva. Porque la gente no tiene más remedio que seguir adelante con su vida, sobrellevando tanto desasosiego. Allí, en el festival internacional de Gibara, a dos horas de Holguín, Provincia de Oriente, nació y se popularizó el concepto ‘cine pobre’, con todo su sentido. Sin duda esto tiene su origen en la escuela de San Antonio de los Baños, a pocos kilómetros de La Habana, cuya fama atrae desde hace tantos años a estudiantes de cine de otros países, que acuden a ella para enriquecerse con pinceladas de creatividad espartana.

Personajes como Luisa María han profesionalizado su vocación, heroicamente, sorteando esas carencias materiales y vitales y asumiendo, con estoicismo, que la vida les ha asignado un papel brillante en un lugar difícil.

Cuando enseñé a un amigo la fotografía que encabeza el artículo, en la que la Jiménez es dirigida por la realizadora Magda Gonzáles (el gesto de su mano, en primer plano), exclamó para sí: «¡Anna Magnani!» El carisma sufriente de una actriz de raza.

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