Diario de Mallorca

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Eduardo Jordà

Palabras

Qué cosa más rara es un idioma. Lo pensaba el otro día, cuando me crucé con una pareja que hablaba un idioma eslavo, o que parecía eslavo. Cada idioma es una red imaginaria que va parcelando la realidad según unos criterios que en el fondo nadie sabe muy bien a qué obedecen, o que se derivan de motivaciones que ahora nos parecen incomprensibles. Hay idiomas que tienen un plural que diferencia entre muchos objetos o pocos (el número paucal), y también los hay que poseen un plural que distingue el número trial y hasta el número cuatrial, para referirse a lo que hacen tres o cuatro personas o tiene que ver con tres o cuatro objetos. Muchos idiomas africanos atribuyen el género gramatical distinguiendo entre personas reales o irreales, recordadas o vivas, espíritus o animales. Y los idiomas algonquinos -sí, soy friqui, me encanta saber estas cosas- tampoco usan la distinción de género entre masculino y femenino, sino entre objetos animados e inanimados. Pero aquí viene la sorpresa: los objetos animados incluyen personas y animales, pero también espíritus, árboles, frutas, algunas partes del cuerpo y ciertos utensilios domésticos. ¿Quién demonios inventó los idiomas que equiparaban a un ser humano con un abeto o con el espíritu de un antepasado muerto hacía cientos de años?

Pero lo que es evidente es que esas distinciones, que a nosotros nos parecen arbitrarias o incluso simples chifladuras, representaban una visión de la realidad que se correspondía con la que reinaba en la comunidad donde se hablaba esa lengua. Si los indios algonquinos no hacían distinciones entre un ser humano y un espíritu o un árbol, es porque esas criaturas formaban parte de una misma realidad indisoluble. La malla del lenguaje las agrupaba en un mismo grupo porque percibía unos vínculos evidentes entre todas ellas. Para nosotros, en cambio, esas distinciones nos resultan inexplicables. El castellano, por ejemplo, no puede asimilar a un ser humano, un espíritu y un árbol dentro de una misma categoría léxica. Antes he usado el sustantivo ‘criatura’ para agrupar a tres aspectos distintos de la realidad: el ser humano, el espíritu y el árbol. Ahora bien, el árbol, en sentido estricto, no es una criatura para nosotros. En castellano, el ser humano y el espíritu serían ‘entes’, pero el árbol sería una ‘cosa’. Nuestra forma de ver el mundo ha creado una división insalvable entre entes y cosas. Aristóteles, suponemos, tuvo algo que ver en todo esto.

¿Y a qué viene esta árida disquisición lingüística en un caluroso día de verano? Pues por la sencilla razón de que el otro día me llegó por Whatsapp una frase que usaba la x como identificador de género: «Hola, guapxs. ¿Qué vais a hacer este fin de semana?» En las redes, esta práctica lingüística está muy extendida. Y la idea, claro está, es anular la división de género entre masculino y femenino y crear una nueva categoría gramatical que podríamos llamar ‘inclusiva’. En este caso, intentamos cambiar la estructura de redes que forman la malla lingüística para que no haya diferencias de uso entre el masculino y el femenino. La idea puede parecer bonita -y lo es-, pero tiene un problema: si el castellano ha creado un uso genérico del masculino -igual que otras muchas lenguas romances-, no es por causas culturales de dominación patriarcal o de arbitraria imposición machista, sino por un uso estrictamente gramatical que se derivaba de las estructuras internas de la lengua. Y esas estructuras imponen la inexorable ley de la economía lingüística. Cuanto más evolucionada es una lengua, más tiende a economizar el lenguaje para facilitar su uso. Es una ley que se estudia en primer curso de lingüística y que todo el mundo debería conocer porque afecta al uso diario del lenguaje. Podemos intentar alterarla por motivaciones ideológicas (para oponernos al supuesto machismo lingüístico, por ejemplo, que usa el masculino genérico como género epiceno que designa por igual a individuos de los dos sexos), pero ese idioma alterado sufrirá una regresión lingüística que destruirá una parte importante de su eficacia y más aún de su belleza.

Porque conviene tener muy claro que los idiomas también tienden a la belleza. Cualquier hablante que tenga un mínimo instinto lingüístico -es decir, cualquier hablante que posea una inteligencia media- procurará usar el idioma con el mayor grado posible de belleza funcional: evitará cacofonías y repeticiones, buscará una cadencia apropiada a la frase que está construyendo y se esforzará por hacerse entender de la forma más rápida y más evidente. Repito que se trata de una cuestión de inteligencia básica, es decir, elemental, es decir, instintiva. Y todo lo que atente contra este principio lingüístico, por muy hermoso o necesario que nos parezca en términos ideológicos, destruirá la eficacia intrínseca del idioma que hablamos. Es cierto que podemos volver a las intrincadas categorías genéricas de los indios algonquinos, pero no creo que esto nos sirva de mucho en el siglo XXI.

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