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Miquel Àngel Lladó Ribas

Serpientes de verano

Ilustración: Serpientes de verano. FREEPIK

No se me confundan. Ya sé que el título de esta colaboración alude más bien a lo trivial y/o anecdótico que comporta la estación estival, a esos dimes y diretes que a menudo y durante esa época llenan las páginas de los periódicos en sus secciones más frívolas o más o menos refrescantes. Las serpientes de las que me gustaría hablar son reales; su mordedura resulta a menudo letal, pues suelen clavar sus colmillos sobre las siempre vulnerables mujeres, esa mitad de la humanidad a la que una parte nada despreciable de la otra mitad se empeña en maltratar y subyugar en cuanto se presenta la ocasión y en las situaciones más variopintas e inverosímiles.

Me explico. El pasado 21 de agosto este periódico publicaba un interesante reportaje sobre los pinchazos en discotecas, la última estratagema ideada por algunos hombres -los de siempre, léase aquellos que ven en las mujeres unos seres a someter o dominar al precio que sea- para perpetrar sus despreciables fechorías. Puede que a alguien la palabra «fechoría» se le antoje exagerada o desproporcionada, pero acudo al diccionario de la RAE y, en su primera acepción, define el vocablo como ‘mala acción’. Y no cabe la menor duda de que nos encontramos ante una mala acción, toda vez que su intención última es conseguir la sumisión forzada de las víctimas -mujeres, en la gran mayoría de los casos- para después poder poseerlas o agredirlas sexualmente sin que éstas, a causa de su pérdida de conciencia, puedan hacer prácticamente nada para impedirlo. Ya me disculparán el exabrupto, pero no me negarán que ese método de seducción, por llamarlo de alguna manera, no resulte una auténtica cabronada. No es de extrañar que algunas mujeres -no pocas, según el reportaje- se estén planteando incluso el salir de fiesta ante el temor a sufrir uno de esos pinchazos y, en el mejor de los casos, terminar su marcha nocturna en un hospital o centro de salud para ser atendidas de los efectos de esas perversas inoculaciones.

De todas las declaraciones del reportaje, me llamó la atención la de una mujer que afirmaba que «cada vez hay más reglas para nuestra seguridad y menos limitaciones para los que agreden». Lo que venía a decir esa mujer era, más o menos, «vete con cuidado», «vigila», «protégete»..., pero apenas ninguna medida o sanción para los agresores, esos abyectos áspides de verano que destilan su veneno amparados en el anonimato y la impunidad de la noche. ¿Qué hacer, al respecto? No hace mucho comentaba el tema con nuestro hijo mayor y su pareja, que no son nada mojigatos y que se mostraban realmente indignados respecto a este repugnante comportamiento. «Pues está claro», me dijeron, «ante un pinchazo, parar la fiesta, encender las luces y no reanudar la marcha hasta descubrir al autor o autores de la vil agresión, si es necesario con el concurso de la policía». «Y si no aparecen», prosiguieron, «suspender definitivamente la gala o concierto». No me pareció una mala solución, la verdad. La pregunta es: ¿cuántos empresarios de salas de fiesta o promotores de conciertos estarían dispuestos a adoptar una medida de este tipo? Creo que más bien pocos, por desgracia. Habría que ver, en todo caso, qué pasaría si fuera justo al revés, es decir, si las potenciales víctimas fueran hombres. Seguro que más de uno de esos empresarios de la noche pondría el grito en el cielo y pregonaría aquello tan manido de la perversidad de las mujeres, seguro que el argumento les suena...

Es lo que tienen las serpientes, que normalmente dirigen sus ataques a las criaturas más vulnerables del ecosistema. Para ellas es una cuestión de supervivencia, es cierto; no así para esos hombres, que actúan así movidos únicamente por ese afán de sometimiento hacia las mujeres y que cabe inserir en el más rancio y abominable de los machismos. Afortunadamente y como en aquella película de culto existen aún algunos hombres buenos, como el que en el mencionado reportaje afirma que «el dolor y el sufrimiento de las mujeres de mi vida, a las que quiero, pasa a ser el mío también». Chapeau, qué quieren que les diga. Ojalá hubiera muchos, como él, seguro que las cosas irían de otra manera. No sé que piensan ustedes, pero frases como ésta deberían figurar en los libros de texto y en los murales de las escuelas en letras bien grandes. Seguramente y en lo que concierne a la igualdad de derechos entre hombres y mujeres -real, no la de boquilla- otro gallo nos cantaría.

Y una última reflexión. Creo que no ayudan a aliviar esa fatal mordedura algunos anuncios de grandes eventos relacionados con la música o el entretenimiento, como los que vi insertados no hace mucho en la prensa local o expuestos sin pudor en algunas paredes de Palma. En uno de ellos se apreciaba claramente una vagina húmeda, lo que podría interpretarse como una invitación a la penetración a cualquier precio (incluido el del sufrimiento de la víctima, claro está); en otro, una mujer de bello e insinuante rostro aparece con heridas en los labios superior e inferior, sugiriendo un posible maltrato o agresión. Es evidente que esa y otra publicidad de características parecidas allana el camino de las serpientes, y lo que es peor, deja cada vez más indefensas a las víctimas de su mordedura, esa mitad femenina de la humanidad a la que aludía al principio de éstas estimo que necesarias consideraciones.

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