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Antonio Papell

El monstruo de la inflación

La estabilidad emocional de los españoles, ciudadanos del mundo, ha sido víctima de una serie de contratiempos en los últimos años, que todavía no hemos asimilado completamente. La gran crisis que estalló en 2008 nos despertó súbitamente de un ensueño de prosperidad continua, tras un largo periodo de bonanza que nos llevó a pensar que las recesiones y las crisis eran cosa de otras épocas. Al mismo tiempo, en aquella ocasión, nos percatamos con irritación de la impericia de quienes guiaban nuestros destinos, no solo en los grandes centros mundiales del poder –las famosas hipotecas subprime, una consecuencia clara de la falta de regulación de los mercados internacionales, fueron al parecer las responsables principales de la hecatombe— sino también en España, ya que aquí nadie previó que el recalentamiento de la burbuja inmobiliaria nos acabaría pasando factura.

Cuando ya nos estábamos rehaciendo de aquel desastre, que nos devolvió a los peores tiempos de un desempleo insoportable y de un serio quebranto de nuestro nivel de vida, apareció al inicio de 2020 la gran pandemia, que nos devolvía a las más angustiosas situaciones antiguas como la gripe española de 1918. Súbitamente, nos percatamos de nuestra pequeñez y tuvimos que aislarnos del perverso contagio de un virus desconocido que nos atacó con una fiereza tal que se desbordaron las unidades de cuidados intensivos de los hospitales y se saturaron las morgues y los servicios funerarios que habían de enterrar un flujo insoportable de muertos de todas las edades.

En definitiva, un país alegre y confiado que dobló el milenio con confianza en sí mismo y con las mejores expectativas de prosperidad se dio de bruces pocos años después en un proceso de patologías y frustraciones que todavía no ha concluido porque cuando la covid empezaba a cronificarse y a perder su letalidad, Putin declaró la inquietante guerra de Ucrania que nos ha situado en un escenario nuevamente imprevisto, y que nos ha obsequiado con una plaga de la que ya casi no guardábamos recuerdo: la inflación. El IPC interanual llega ya al 10%, nivel que no alcanzábamos desde los años 80 y que nos recuerda los peores momentos de los años 70, cuando se fundieron la crisis política de la Transición con una grave crisis económica que estuvo a punto de frustrar el gran cambio que ha servido para alumbrar la democracia de que disfrutamos.

Los economistas nos explican que los aumentos en la tasa de inflación tienen un efecto redistributivo porque perjudican a los ahorradores pero benefician a los prestatarios al reducir su carga de deuda en términos reales. Con todo, este argumento no es un consuelo para quien ve con desesperación cómo sus recursos menguan, como sus gastos fijos crecen y cómo sus previsiones se desmoronan estrepitosamente. Por eso, por el impacto psicológico negativo que provoca, la inflación es la peor de las situaciones, que genera —sobre todo para quienes han vivido episodios de esta clase o han leído sobre ellos— un pesimismo perturbador

La inflación es altamente desequilibrante. No hay peor sensación para un padre de familia que la duda sobre si la depreciación de su dinero o la reducción de sus ingresos reales le permitirá seguir manteniendo a su pequeño clan en el futuro. El efecto es tan terrorífico que los historiadores aseguran que la hiperinflación de Alemania en la década de 1920 contribuyó a la inestabilidad social y a la llegada del nazismo, y ya desde entonces tuvo un impacto en la formulación de políticas económicas preventivas que aún se mantienen.

La conclusión de todo esto es simple: de un lado, los políticos deben darse cuenta de la gravedad de los conceptos que manejan porque las sociedades son víctimas de una oscura devastación que no se ve a simple a simple vista pero que produce un gran daño psicológico. De otro lado, es claro que esta tragedia pasará factura. Y si la crisis de 2008 engendró el populismo, esta contrariedad generará también cambios y rebeliones contra el orden establecido que nos depara tan desagradables situaciones. Pocas veces fue tan temible la perspectiva de un invierno como el que viene, cargado de negras incertidumbres.

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