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Matías Vallés

Felipe VI restaura la Familia Real

El Rey ha aprovechado las vacaciones de Marivent para reparar los vínculos, mientras transformaba la pasividad del monarca sentado en un activo desplegado sin palabras

Las vacaciones en Marivent han fabricado la imagen de la Familia Real durante la transición, a falta de aclarar si la naturalidad era una virtud propia de aquel colectivo hoy desperdigado, o si la imponía el paisaje. Felipe VI ha querido aprovechar su isla favorita para restaurar el núcleo familiar, con dos capítulos especialmente arriesgados. En apenas un trimestre, Cristina de Borbón ha vuelto en sendas ocasiones a la Mallorca donde cambió el trono por el banquillo de los acusados. La primera visita coincidió con la boda de la hija de su amiga más íntima, Rosario Nadal. La segunda propició el almuerzo de reconciliación con su hermano menor, que la había despojado del título de Duquesa de Palma. El reencuentro tuvo lugar en ausencia de Letizia Ortiz.

Para la segunda tarea de restauración, Felipe necesitaba y contó con la inesperada colaboración de su esposa. Así fue como Letizia y Sofía se apartaron de la estereotípica relación de suegra y nuera con estirones incluidos, contribuyendo a una entente cordiale en tiempos de zozobra para la institución de ambas. El Rey parte en desventaja respecto a los políticos por no someterse a las urnas, una carencia que lo priva de la excelente coartada del gremio. Sin embargo, este verano ha decidido ganar las elecciones a la Familia Real. Incluso empató como mínimo en su cara a cara con Pedro Sánchez, al negarse a comparecer sin corbata a la audiencia entre ambos.

Al recuperar la complicidad generacional en la cúpula del Estado por primera vez desde Juan Carlos I y Felipe González, también Sánchez y Felipe VI están condenados a entenderse. Sin embargo, al líder socialista le encanta la competición, orgulloso de su condición de primer presidente del Gobierno que no emanó de La Zarzuela, sino de una moción de censura en el Congreso. En Mallorca, el político orgulloso tuvo que agachar la cabeza por el peso de la corbata, mayor que el de la púrpura. Horas después de su rebelión indumentaria integrista en la audiencia oficial, el monarca se personaba en el Club Náutico sin la prenda asfixiante y en calzón corto. Había impuesto su ley por partida doble, una cosa es el verano y otra el trabajo.

Se puede ser monárquico o republicano, pero el dilema debe concretarse en una implicación más íntima, ¿querría usted el trabajo de Felipe VI, que ni sabe ni puede desempeñarse con la laxitud de su padre? El Rey arrastra una ideología, por comparación con el tacticismo aventurero de Juan Carlos I. Su conservadurismo quedó acreditado ante la espada de Bolívar, donde el dilema no consiste en averiguar cuánto tiempo permaneció sentado o de pie, sino en cuál de estas configuraciones anatómicas se encontraba más a gusto.

El Rey no habla. Para cambiar de imagen, solo dispone precisamente de rasgos imagológicos, que encuentran en Marivent su escenario ideal. Ha transformado su pasivo, que es literalmente su pasividad, en un activo desplegado sin pronunciar palabra, el arma de doble filo de los políticos. Delgado en vacaciones hasta la vecindad del Greco, los tropiezos de Felipe VI estuvieron a punto de empujarlo hacia el cinismo. Se ha decantado por la espera del monarca sentado, en un país sobrado de carismas.

Todavía es fácil encontrar a quienes destacan la excelente herencia legada por sus padres a Felipe VI. En realidad, un yugo y un corsé, que se reflejan incluso en la sumisión inmobiliaria del vástago. Así en La Zarzuela como en Marivent, el Jefe de Estado ocupaba un pabellón secundario. En Madrid, para mantener a Juan Carlos I en el palacio propiamente dicho. En Mallorca, la señora de la residencia principal es Sofía de Grecia, con su hijo relegado al palacete adjunto de Son Vent.

La figura de Felipe VI no tolera los excesos, hay que relativizar su éxito veraniego remitiéndose a una tardía liberación de su condición de realquilado, a la adquisición en medio del mar de la conciencia de que necesita escribir su propia historia. Siempre fue la contrapartida a un padre impetuoso, la gran esperanza de Aznar para que la monarquía retomara la condición de bastión ultraconservador. Sin rumbo fijo como el resto del planeta, el Rey se comporta como si lo peor hubiera pasado, confortado quizás por la esterilidad de un republicanismo de salón, que vive todavía de la evocación trasnochada del paréntesis de los años treinta.

Los Reyes siguen sin provocar pasiones entre sus conciudadanos, pero han vuelto a despertar la curiosidad popular por los personajes que encarnan. Su valoración no es óptima, pero ha mejorado desde que España se colocó a cuarenta grados.

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