Si quiere perder un amigo, préstele dinero. Si no se lo devuelve, usted no le perdonará el incumplimiento. Si se lo devuelve, él no le perdonará la exigencia del pago. Odiamos a nuestros acreedores; que se lo digan a los judíos. Por eso detesto a mi banco: cuando cada inicio de mes me llega el recibo de pago de la cuota de la hipoteca, me parece que mi financiera se pone condescendiente conmigo, y me tomo la recepción del papelito casi como una burla, como una afrenta personal. Cada primero de mes mi banco me recuerda que estoy en sus manos.

Y eso no es lo peor. El banco cobra interés por prestarnos dinero, pero no nos paga el interés que nos corresponde —a menudo no nos paga ningún interés— cuando somos nosotros quienes se lo prestamos a él, es decir, cuando ingresamos dinero en cuenta corriente; al contrario, a veces se atreve incluso a cobrarnos comisión de mantenimiento de cuenta y, si no lo hace, presume de concedernos una gracia. Es el mundo al revés, porque somos nosotros quienes le hacemos un favor al banco prestándole dinero, y no él quien nos lo hace a nosotros por admitirlo en depósito. Los bancos comerciales son odiosos.

Mahoma lo sabía, y por eso prohibió el préstamo con interés. Él era «un hombre del Libro», además de un moralista radical. Sea por ese talante extremista del Profeta, o por la hiperbólica y más fiel a la letra que al espíritu interpretación de sus enseñanzas que hicieron sus sucesores, el caso es que el Islam tiene una lista de proscripciones que entran en el terreno de lo absurdo. Toda religión es poco inteligente, dada su naturaleza doctrinaria, pero en algunos aspectos, ésta se lleva la palma. En efecto, que en La Meca del siglo VII hubiera un problema real de usura, que Mahoma decidiera cortar por lo sano con dicho problema, y que posteriormente a nadie se le ocurriera reconducir la prohibición del préstamo con interés hacia una más razonable interdicción del interés abusivo, condenó a los musulmanes a no disponer de un sistema bancario y, por ende, a no poder financiar sus empresas. Durante la Edad Media, cuando fletar una nave era relativamente sencillo, esto no supuso mayor problema, y el comercio del Califato y sus Estados sucesores floreció, frente a una Europa empobrecida y empantanada que se aferraba a su agricultura feudal de cuasisubsistencia. Pero cuando a partir del siglo XV empezó la época de los grandes descubrimientos, las nuevas rutas comerciales mundializadas exigieron importantes concentraciones de capital para fomar empresas grandes capaces de asumir la nueva aventura. El Islam, desprovisto de bancos por ley, no fue capaz de entrar en concurrencia económica con la cristiandad en condiciones de igualdad y, con el tiempo, acabó recurriendo al préstamo de extraños, esto es, europeos cristianos y judíos. Sin menoscabo de las afrentas objetivas que los orgullosos occidentales hayamos podido infligir a los musulmanes, no deberíamos desdeñar el factor odio hacia todo acreedor al analizar los porqués del creciente conflicto entre el mundo árabe y el universo atlántico, ni tampoco su importancia al estudiar por qué las economías del primero resultan tan poco competitivas en el contexto de la globalización.

La extrema izquierda, tan pura ella, y tan proclive al islamismo en detrimento del judaísmo, practica un antisionismo militante con la excusa de denunciar y oponerse a las injusticias —por otro lado muy reales— que se cometen contra el pueblo palestino; no nos engañemos, eso no es más que antisemitismo desteñido. ¿Por qué los chicos de Podemos y de Izquierda Unida, entre otros, son antisemitas? Pues porque «el judío», que decían los nazis —y siguen diciendo, pregunten a Isabel Medina Peralta—, es el arquetipo del personaje que siempre duda, que lo pone todo en cuestión, pues todo lo intelectualiza, que se mueve en el universo de la racional escala de grises llena de matices, rechazando la dialéctica del ‘nosotros’ contra el ‘ellos’. Es decir, es el liberal en estado puro, tan puro que ni siquiera se toma en serio su religión descafeinada, porque en el fondo sabe que Dios no existe. Ni la religión fascista ni la religión comunista pueden tolerar tal manifestación de laicidad liberal. Y si «el judío» es, además, banquero, entonces el paquete de odio estará completo y listo para su entrega.

Por desgracia, el Gobierno de Pedro Sánchez, tan tonto como cualquier religión, está, además, jibarizado por el populismo podemita. ¡Qué fácil es, en estos tiempos convulsos, atacar el gran capital, señalando un enemigo público para que el pueblo, convertido en rebaño, encuentre un chivo expiatorio contra el que proyectar su frustración! ¡Qué fácil es imponer tributos extraordinarios y de carácter arbitrario a los malos de la película, en lugar de trabajar con rigor para solventar los problemas de fondo! No se trata de cobrar más impuestos irracionales que debiliten aún más nuestro tejido productivo y financiero, sino de ordenar el mercado de la generación de energía —eso implica trabajo y reflexión, y nuestros políticos son más de lucir cargo y de repetir como loros argumentarios vacíos, que de currar y pensar— y, por lo que se refiere a las empresas financieras, de que el Banco de España cumpla su misión como sucursal del Banco Central Europeo y acote y castigue todas las prácticas abusivas de la banca con sus clientes, además de obligarla a devolver progresivamente el dinero público robado a raíz del rescate bancario de la pasada década, mejor que lastrar nuestro sistema financiero, ya de por sí muy frágil, con nuevas cargas fiscales.

Nuestros sentimientos, muy humanos, de rencor hacia nuestros bancos no deberían hacernos olvidar que los necesitamos y, por tanto, debemos aprender a convivir con ellos, más que ponerles trabas cuyo origen se halla en atavismos ideológicos del todo anacrónicos. Con sus nuevos y desnortados impuestos, nuestro Gobierno populista, una vez más, no sólo demuestra su falta de cultura fiscal, sino que además pone todavía más en peligro lo poco que nos queda de estructura económica a cambio de un dudoso puñado de votos.