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Eduardo Jordà

Yohimbina

La yohimbina (o yumbina) es un alcaloide derivado de la corteza de un árbol de África central. Según nos contó un día en nuestro colegio el gordo Sánchez -que quería ser ginecólogo, por aquello de estar siempre delante de una mujer desnuda, aunque él nunca llegó a acabar el bachillerato-, la yohimbina conseguía que te volvieras irresistible para las mujeres. «¿Yo-hi-qué?», preguntábamos. «Yo-him-bi-na», nos repetía el gordo Sánchez, imitando la dicción demorada de nuestro profesor de latín. Según él, bastaba echar unas gotitas de yohimbina en la bebida de una chica para que ésta se quedara totalmente prendada de ti. Podías hacer lo que quisieras con ella, lo que quisieras, ¿entiendes?, añadía el gordo Sánchez, que tenía la cara llena de granos y que no se había comido un rosco en su lamentable vida. Y entonces nos enseñaba un frasquito donde se supone que guardaba el elixir infalible de las conquistas amorosas.

Un día se propuso hacernos una demostración práctica. Nos llevó a una de las galas de juventud que se celebraban en la discoteca Barbarela -que estaba entre la gasolinera de Joan Miró y el actual Mercadona-, donde servían a los adolescentes unos cócteles sin alcohol que se llamaban San Francisco. La combinación, tal como la recuerdo, consistía en 40 ml de zumo de naranja, 30 ml de zumo de limón y 30 ml de granadina, todo bien mezclado sobre una base de hielo picado (el hielo no escaseaba en aquella época). Había quien también le echaba zumo de piña, pero no era lo habitual. Bajo los focos estroboscópicos de Barbarela, los infinitos tonos ambarinos y rojizos del cóctel San Francisco se descomponían en una especie de arco iris lisérgico. No tenía alcohol, pero sólo de verlo te mareabas. El gordo Sánchez lo vio claro. «Hay que invitar a un cóctel a aquellas chicas de allí», nos dijo, pero el problema es que Barbarela no era un local barato y nadie quería aflojar el bolsillo. «¿Queréis hacer la prueba sí o no?», insistió con una de sus atroces sonrisas, y al final todos tuvimos que apoquinar. Compramos los cócteles y pagamos a tocateja. El gordo Sánchez sacó su frasquito con ademanes misteriosos y se apartó un poco de las luces que iluminaban la barra. Puso la cara del mentalista Uri Geller en el momento de doblar un tenedor con la sola fuerza de su energía mental, tal como habíamos visto todos en «Estudio abierto», y fue soltando las gotitas en las copas del cóctel. Luego nos distribuyó las copas y nos ordenó que nos pusiéramos en movimiento.

Obedientes, ofrecimos los cócteles San Francisco a las primeras chicas que pasaron cerca de la barra, pero ninguna nos hizo caso. Insistimos -el pulso nos temblaba, y no de nervios, sino de simple timidez, y también porque sabíamos que estábamos haciendo algo indebido-, pero no hubo manera. Las chicas ni se dignaban mirarnos. El gordo Sánchez, al ver que la cosa no funcionaba, lo intentó con una mujer algo mayor, rubia teñida, que estaba medio borracha en una esquina. Cuando le puso el cóctel delante de las narices, sin decir nada, sin mirarla y sin hacer un solo gesto amable, la mujer tampoco quiso aceptarlo. «Invítame a un whisky, cariño -le dijo-, o si no, que sea una cerveza». El gordo Sánchez, cobarde por naturaleza, salió huyendo y se escondió detrás de nosotros. De repente, todo su prestigio se vino abajo. «¿Por qué te has rajado?», le preguntábamos. El gordo Sánchez no supo qué contestar. Cuando volvíamos a casa, caminando por la desierta avenida Joan Miró (entonces Calvo Sotelo), tuvo que confesarnos que el frasquito de yohimbina sólo contenía agua. «Y del grifo», murmuró casi sin voz. Así acabó la aventura.

De todo eso han pasado más de cincuenta años, pero los gordos Sánchez siguen existiendo, y lo que es peor, el atavismo masculino que busca una fórmula mágica para ‘conquistar’ a las mujeres -léase conquistar como eufemismo de abusar- continúa ejerciendo el mismo efecto devastador en muchos varones jóvenes carcomidos por los complejos y por la pésima gestión de su vida sexual. Quien no es capaz de seducir por sí mismo a otra persona y deba recurrir a la yohimbina -o a lo que sea- presenta una patología muy peligrosa que roza el abuso y quizá la violación. No sé si la yohimbina sigue circulando hoy en día, pero la amable Wikipedia me acaba de comunicar que se considera un estimulante con efectos afrodisíacos y que en algunos países se usa como tratamiento de disfunciones sexuales. En la época del gordo Sánchez, muchos padres tenían que recordarles a sus hijas que no se dejaran invitar por desconocidos -o incluso por conocidos- porque les podían echar «algo» en la bebida. En los años 70 y 80, ese consejo se convirtió en un clásico de la vida familiar. Quien más, quien menos -estoy seguro- lo ha oído en su casa.

No sé si los pinchazos con jeringuillas en las discotecas tienen que ver con la antigua práctica de los gordos Sánchez y sus frasquitos de yohimbina -y con todo lo despreciable que eso representaba y representa-, pero si es así, mal vamos.

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