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Luis Sánchez Merlo

El voto particular: ¿Erosiona el imperio de la sentencia?

Ilustración: El voto particular: ¿Erosiona el imperio de la sentencia? Pablo García

El anuncio del sentido de la sentencia de los ERE, el mayor fraude en la concesión de ayudas sociolaborales públicas que se ha producido en España pone fin al retraso -anhelado por unos, lamentado por otros- que ha acumulado el largo proceso.

La demora -se acaban de cumplir 11 años y medio desde el comienzo de la investigación- tiene que ver, entre otras razones, con la prudente observancia de una cuaresma judicial no escrita, destinada a evitar coincidencias e interferencias con asuntos políticos. En esta ocasión, la campaña de las elecciones andaluzas y los debates sobre el estado de la Nación e investidura del nuevo presidente del Gobierno andaluz. Finalizado el tiempo litúrgico, el Tribunal Supremo ha anunciado el sentido de la sentencia, sin hacer público el texto de la resolución, que se difundirá una vez se redacte el voto discrepante pendiente de ultimar y al que ha anunciado su adhesión otra magistrada.

Los cinco jueces del alto tribunal han coincidido en la confirmación de todas las condenas impuestas por prevaricación. El desacuerdo se ha centrado en algunas de las condenas por malversación. Tres magistrados han apoyado la tesis del ponente lo que, sumado a la existencia de dos votos particulares puede explicar la demora, que se agudiza en un caso con tantas derivaciones como este, en el que la condena a dos expresidentes ha sido decidida por escaso margen.

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Las sentencias y demás resoluciones de órganos judiciales colegiados, de tres o más miembros (Audiencias Provinciales, Tribunales Superiores de Justicia, Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional, Tribunal Supremo) deben ser dictadas por mayoría absoluta de sus componentes.

La legislación procesal española, contempla la discrepancia del voto particular, figura que permite al magistrado de un tribunal -si así lo desea- poder formular por escrito su opinión divergente respecto a la decisión mayoritaria tomada por el resto del tribunal. Otros países de nuestro entorno -Francia, Italia, Holanda, Bélgica, Austria- no admiten la posibilidad de que los Magistrados puedan dictar un voto particular. Por el contrario, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, de Estrasburgo, es de los pocos órganos colegiales que sí los permiten. Es una forma de exteriorizar un desacuerdo con la sentencia (dissenting opinion), del que se deja constancia, así como del fallo alternativo que, en su lugar, habría dictado el magistrado discrepante. La emisión del voto particular no exime -al disconforme que participa en la votación de una resolución- de firmar lo acordado, «aunque hubiera disentido de la mayoría».

Pese a que el voto particular forma parte de la sentencia -lo que la convierte en un documento de dominio público, que formará parte del conjunto de la sentencia aprobada, lo que implica que ha de publicarse íntegramente junto a ésta- carece de toda eficacia jurídica respecto a la resolución dictada, por lo que su presencia, aun plural, no produce ningún efecto en la resolución. Tampoco cabe recurrir una sentencia basándose en la existencia de votos particulares.

Cuando el ponente de la Sentencia no obtiene el respaldo de la mayoría y se acuerda -por el presidente- la sustitución del magistrado llamado a la redacción del fallo, se refleja la obligatoriedad de formular el voto particular.

Si bien normalmente se formula para hacer constar disentimiento con el fallo -voto disidente o discrepante- también puede ser utilizado para poner de manifiesto la disconformidad con los hechos probados o con la fundamentación jurídica a pesar de que, en última instancia, se muestre coincidente -voto concurrente- con el pronunciamiento de la Sentencia.

La normativa procesal española es la que recoge -de forma más amplia y completa- la objeción por escrito. A diferencia de Alemania -que sólo ha introducido el voto particular para el Tribunal Constitucional Federal- y de Italia y Francia -que mantienen el secreto de las deliberaciones- en España se reconoce tanto en la jurisdicción constitucional como ordinaria. Y está recogido de la forma más completa porque -a diferencia de los países anglosajones- se han previsto los requisitos para su expresión y el modo de hacerlo.

En esos países, cuando se trata de órganos colegiados, las resoluciones se adoptan por mayoría absoluta, es decir, la mitad más uno de los votos. Si uno o varios magistrados de un tribunal emiten una opinión o veredicto diferentes al de la mayoría de sus colegas, no están obligados a emitir un voto particular.

Una singularidad de los votos particulares es que, caso que el magistrado discrepante sea el ponente, ello obliga a alterar el turno de ponencia, eximiéndolo del deber de redactar la sentencia. Lógicamente, quien deba formular por escrito la sentencia con validez jurídica debe ser uno de los jueces con la tesis que cuente con el apoyo de la mayoría. Esta situación podría llegar a despertar, en casos muy complejos, suspicacias en el sentido de que el voto particular -sobre todo si es concurrente- se ha emitido con el único fin de no tener que redactar la sentencia.

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La aplicación práctica de esta peculiaridad procesal -no frecuente en los órganos judiciales de nuestro entorno- se encona con argumentos a favor y en contra, de lo que se derivan tanto aspectos funcionales como disfuncionales.

Los garantistas -incondicionales de su uso- consideran que la publicidad de las discrepancias mejora la comprensión del proceso argumentativo que conduce a la adopción de la ratio decidendi, y sirve como estímulo para futuras interpretaciones jurisprudenciales e interposición de los correspondientes recursos.

Los detractores -del abuso de esta fórmula- arguyen que el voto particular pone seriamente en cuestión el principio de autoridad de las resoluciones judiciales, erosionando la potestad de las sentencias. Y con su desuso, se evita la proliferación de los denominados fallos overruling, que tienden a modificar -bruscamente- la interpretación de aspectos hasta entonces no pacíficos, por novedosos o poco debatidos.

La discrepancia revela la funcionalidad del voto particular, en la medida en que tiene un impacto a corto plazo en la doctrina y un resultado a medio-largo plazo en la jurisprudencia, al abrir la puerta a acoger otra línea jurisprudencial distinta a la que se esté siguiendo en la actualidad. Ítem más, actúa como una fuente indirecta del derecho.

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La verdadera importancia de la emisión de un voto particular radica en que cuestiona el principio de presunción de inocencia en aquellos casos en los que concurre un voto particular disidente con el fallo de una sentencia condenatoria.

Siendo el objeto del proceso penal la pretensión de verdad, solo en contadas ocasiones, y en circunstancias muy concretas, se obtiene un fallo condenatorio con un grado absoluto de certeza. Esta falta de certeza -que se produce en gran mayoría de los casos- hace que nuestro sistema procesal judicial se sustente en sentencias condenatorias basadas en razonamientos probabilísticos. El juez o tribunal debe dictar sentencia «apreciando según su conciencia las pruebas practicadas en el juicio». Estos estándares de prueba son definidos de un modo asombrosamente vago quedando al prudente arbitrio del juez, lo que prima facie atenta ya contra el principio de presunción de inocencia. Ante ello, el juez tendrá dos opciones: elevar el estándar de prueba, lo que daría lugar a un porcentaje mayor de absoluciones, u optar por un estándar menos exigente, lo que produciría un número mayor de condenas.

La falta de certeza «objetiva» se suple en la práctica con la certeza «personal». De modo que es frecuente encontrar sentencias con expresiones que hacen referencia al parecer del juez sobre una determinada versión, unas veces «completamente convincente» y otras, en cambio, «absolutamente inverosímil».

Ilustración: El voto particular: ¿Erosiona el imperio de la sentencia? Pablo García

El Tribunal Supremo, sin embargo, ha advertido -en numerosos antecedentes- acerca del riesgo de una «certeza subjetiva», como fuente exclusiva de una sentencia condenatoria: «no se trata de comprobar si el juez dudó, sino si tenía el deber de dudar». No cabe olvidar que el principio de presunción de inocencia, como derecho fundamental consagrado en la Constitución española (artículo 24 CE), no puede reducirse a criterios de orden cuantitativo sino -en todo caso- cualitativos.

¿Resulta admisible dictar una sentencia condenatoria, fundamentando el fallo en que el Tribunal ha adquirido su «convicción» y «certeza personal», cuando concurre uno o varios votos particulares disidentes -razonados y motivados, conforme exige el legislador- que son partidarios de la absolución? Ni los divergentes garantistas, favorables al voto particular, son esquiroles cuentapropistas; ni los avezados garantes de la jurisprudencia y las fuentes del derecho son herederos ab intestato de la exclusiva soberanía del sistema jurídico.

La sentencia de los ERE puede alentar la apertura de un debate, imprescindible, en el contexto de la alineación de nuestro sistema jurídico con el del resto de la UE. Si la separación de poderes y la independencia del poder judicial son pilares básicos innegociables; la rapidez, la carestía y la eficacia de la justicia son otras tantas exigencias de los ciudadanos, de las que no abdicarán.

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Cuando se conoció la condena de la Audiencia Provincial de Sevilla quedó en el aire la pregunta que Mariano Rajoy hizo durante el debate de la moción de censura que llevó al gobierno de coalición a la Moncloa: «Cuando llegue la sentencia de los ERE ¿se van a poner una moción de censura a sí mismos?».

Al llegar la fase procesal decisiva -la del examen de la sentencia condenatoria por el Tribunal Supremo que ahora se anuncia- la volatilidad de este partido quizá podría explicar que no impugnase los recursos, sumándose «a ciegas» a la postura del fiscal. La portavoz socialista ha defendido la honorabilidad de los expresidentes condenados y añadido que «el PP es el único partido condenado por financiación ilegal», mientras el líder de la oposición ha asegurado que, con la sentencia del Supremo, se confirma «la mayor corrupción de nuestra historia democrática».

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