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Norberto Alcover

En aquel tiempo

Norberto Alcover

Retorno a Valldemossa

Ilustración: Retorno a Valldemossa.

Siempre que se retorna a Ítaca, Ítaca es diferente. Amigos y menos amigos puede que ya no estén, sustituidos por personas ajenas a la propia memoria y resplandecientes de juventud y entusiasmo, los que permanecen, cojean de algo, físico o espiritual, y conforman un gremio casi octogenario que extiende sus raíces por todos los rincones y pretende seguir aupado en el caballo del poder, donde, ya, apenas pinta algo. Lo mismo me ha pasado con Valldemossa en esta ocasión, a donde he subido desde Palma para celebrar las fiestas de la Beata y, así, recuperar algunas de mis raíces más ondas y también más constructivas. Infancia y adolescencia están inundadas del paisaje valldemossín.

Es curioso que habiéndose convertido en un emporio turístico (realeza incluida), el pueblo mantenga su identidad tramontana, recoleto sobre sí mismo, sonriente pero jamás hasta la carcajada, todavía con hombres o mujeres que llevan al horno sus asados, entrecruzan palabras sobre el terreno, y en mi caso, te preguntan por qué visito tan pocas veces el pueblo… ahora que estoy tan cerca, en la ciudad. Y la verdad es que me quedo sin palabras porque sintiendo a Valldemossa tan cerca como tan mía, rara vez me acerco para gozar, nostálgica y mielosamente, de su paz, sobre todo invernal, de los amigos y amigas, mayores, como ya dije, pero llenos de sustancia. Tendrá que mejorar tal situación y encararme por la carretera en curvas hasta el pueblo dormido sobre su propia quietud. Porque Valldemossa, desde mayo a octubre, es una, inundada de personas «ajenas» pero a partir de noviembre vuelve a convertirse en ese lar apaciguado, sereno y discretamente acogedor, con restaurantes un tanto coquetos y pizzerías de chuparse los dedos. Si no llego a este maravilloso lugar de la Tierra es por pereza, esa pereza que la edad impone y que se traduce en el reposo sobre el sillón con un buen libro en las manos. No hay otras razones. Todo lo demás son ridículas sinrazones de las que mejor no hablar. Pues no hablemos.

Todo este elogio terrícola, pegado el suelo valldemosín, se abre a varios museos de todo tipo, además de la obligada visita a esas celdas cartujanas, todavía capaces de comunicarte «algo» de su prístina austeridad elegante, que nos empuja hasta el sonido aparentemente monocorde del canto gregoriano, una de las matrices más evidentes de tantos sonidos posteriores. Si sumáramos gregoriano, ópera y soul, descubriríamos la razón de esa veta interior que se desliza por la mejor canción moderna, que no contemporánea. Siéntese, si le dejan, en una celda cartujana, a media tarde, silenciado al espíritu, junto al jardín, la ciudad al fondo, puede, en el colmo, que escuchando un nocturno de Chopin, y comprenderá tantos sonidos de los cincuenta a los ochenta, hasta que la electrónica inundó el mercado… nuestros oídos. La misma hondura que se alza en el mirador de las Pitas, volcado sobre el mejor Mediterráneo que pueda uno imaginar, también al atardecer, cuando el verde, el azul y ocasiones un punto morado, juegan sobre la mar para acabar diluyéndose en esa agua absolutamente sosegada, quieta, honda. Y subiendo un poco, nos situamos en la ermita, desde cuyo balcón elevadísimo sobre ese mismo horizonte, la mar se hace quietud absoluta, infinitud y tal vez interrogante. También Valldemossa son tales celdas y vistas marítimas, que un día descubriera para el mundo un Archiduque viajero.

Cuando las fiestas de la Beata, la única Santa mallorquina, el pueblo bulle, el pueblo vende, el pueblo goza, sin perder un cierto aire recatado, porque el valldemosín jamás se entrega del todo al visitante y siempre resguarda su propia identidad tras los visillos de sus delicadas cristaleras que, al abrirse te permiten disfrutar de sus comedores perfectamente puestos y de fotografías memorables de los pretéritos. Salvo grupos juveniles un tanto desmadrados, que son pocos, el turista respeta esa cadencia identitaria, y acaba por sentarse en alguna de sus cafeterías para tomarse una coca de patatas y un granizado de avellanas de variadas procedencias. Son fiestas un tanto dominadas por el sabor de lo vetustamente popular, sin que dejen de atravesar su calle mayor una multitud de coches que ponen un punto de «ciudadanía» en un conjunto, repito una vez más, popular. De siempre.

Todo lo anterior justifica hasta qué punto debiera subirme a Valldemossa más a menudo, en busca de mi Ítaca nunca perdida. Aunque solamente para recuperarme a mí mismo y caer en la cuenta del paso de los años, pero también de la gozosa permanencia de las raíces. Esas raíces que nos hacen tierra, humus, lugares, personas, atardeceres, en fin.

En Valldemossa, y sin pretenderlo, vuelvo a ser yo mismo.

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