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Antonio Papell

España en Europa: una cierta desactualización

Tras la euforia de los primeros años del milenio, pocos europeos podían imaginar los desastres que nos estaban aguardando en las dos décadas posteriores. A partir de 2008, el optimismo se ha eclipsado y las contrariedades nos han sumido en una decepción que de momento no tiene fin a la vista. Primero fue la gran crisis financiera, luego la gran pandemia y ahora la guerra de Ucrania que abre grietas de muy difícil sutura en una globalización que era, en principio, un gran reto cargado de expectativas, que ya no tenía que superar los recelos de la guerra fría.

España ha capeado el temporal como ha podido, y estamos saliendo a trancas y barrancas de las sucesivas pruebas en el pelotón de cabeza de la Unión Europea. Sin embargo, nuestra política interna se va deteriorando, entre otras razones porque los propios partidos políticos se han desacreditado, y ello ha llenado de complejidad y de contradicciones al propio sistema representativo.

Lo cierto es que los sucesivos gobiernos, con Zapatero, Rajoy y Sánchez sucesivamente al frente, están remontando las crisis en un ambiente frío de incredulidad y decepción. Pero es patente que aquel sistema político brillante que asombró al mundo a partir de 1981 y hasta el hundimiento de Lehman Brothers ya no es lo que era porque no ha sido capaz de actualizarse.

Desde 2016, cuando concluyó la larga etapa de estabilidad del bipartidismo imperfecto, el sistema ha tenido evidentes dificultades para recuperar la estabilidad, y aun no está clara la evolución del modelo. Pero, además, estamos sumidos en una grave disfuncionalidad democrática, el bloqueo del Poder Judicial, claramente imputable a los partidos mayores y a sus dirigentes. Por supuesto, en este clima de confrontación es imposible que los representantes de la soberanía popular aborden otras cuestiones estructurales que son muy necesarias para el buen funcionamiento del país en el marco superior y cada vez más decisivo de la Unión Europea.

Pedro Sánchez, en su bosquejo autobiográfico de 2019 que se tituló Manual de Resistencia, explicaba que está pendiente la actualización del Título VIII de la Constitución, que se redactó antes de poner en marcha el proceso de descentralización que ha desembocado en el Estado de las Autonomías y que, como es lógico aún no regula los equilibrios internos del modelo. Y es importante tal regulación porque la Unión Europea está convirtiéndose en un ente federal en que las regiones y las ciudades han de desempeñar papeles importantes. Además, estamos viendo la necesidad de un proceso constituyente también en Europa, donde cada vez se toman más decisiones que afectan a nuestras vidas. Como dice Sánchez, «en la integración europea se están redefiniendo el Estado nación y los procesos de decisión».

Es cierto que los constituyentes hicieron un esfuerzo fecundo de anticipación, pero es imposible anticiparse cincuenta años al paso de la historia. En Alemania, cuya Constitución es anterior a la española pero proviene de la misma hornada ulterior a la Segunda Guerra Mundial, se están haciendo reforma constitucionales como las sugeridas, para delimitar competencias y soberanías entre Europa, el estado federal y los länder. Hay asuntos, como la inmigración y la movilidad intraeuropea, que también hay que incorporar a unas normas que ni siquiera pudieron prever tales fenómenos y las consecuencias de la globalización. Aquí, nos limitamos a reformar el polémico artículo 135 para embridar y disciplinar nuestra economía, como si este fuera el problema central de una Europa en busca de definiciones políticas.

En el lado conservador de nuestro abanico parlamentario, y a pesar de que la derecha controla buena parte del sistema mediático, se escuchan muy escasas voces que manifiesten inquietud por estas cuestiones. La excepción relevante—lo reconoce el propio Sánchez— es el exministro de Asuntos Exteriores García-Margallo, quien es diplomático de carrera y fue además eurodiputado. Quienes tienen espíritu europeísta, son conscientes de que la construcción de los marcos estatal y supranacional deben adaptarse y complementarse de manera continua, por procedimientos capaces de sobreponerse a la coyuntura y a la anécdota políticas. Aquí parece cada vez más que la rivalidad está imposibilitando cualquier avance, con lo que ello supone de traición a la causa del progreso de nuestro país.

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