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Antonio Papell

Los márgenes de la izquierda

Sánchez Cuenca ha relativizado en un artículo el pretendido «giro a la izquierda» del gobierno, anunciado en el debate sobre el estado de la nación y consistente en un conjunto de medidas encaminadas a paliar los efectos negativos de la estanflación —crisis de oferta— que ha generado la crisis de la covid y que se ha acentuado con la guerra de Ucrania.

Pone de manifiesto el ensayista que, aunque las medidas adoptadas son evidentemente progresistas, no equivalen ni mucho menos a la toma del Palacio de Invierno, toda vez que no tienen raíces ideológicas encaminadas a incrementar el sector público o a reforzar la planificación como herramienta para la productividad. La sorpresa ha surgido, en realidad, de un cambio proveniente de Europa: si las crisis 2008-2014 provocada por el sistema financiero internacional se resolvió en la UE mediante recortes del gasto, —la célebre austeridad— que nos venían impuestos desde Bruselas (aquí mirábamos con aprensión lo que Bruselas había hecho en Grecia), ahora la propia Comisión Europea ha decidido resucitar a Keynes y aplicar políticas expansivas para frenar la recesión sanitaria, debida a la paralización de la actividad en todo el mundo a causa de la gran pandemia.

En este país, los márgenes operativos de la derecha y de la izquierda quedaron acotados al ingresar en las Comunidades Europeas, que no eran neutras ideológicamente sino que basaban su funcionamiento económico en un modelo de economía de mercado basado en el equilibrio presupuestario y en la competencia. Nuestro país, de la mano de Carlos Solchaga, había realizado por obra de los socialistas una gran reconversión industrial, que puso determinadas industrias básicas en posición de competir en los mercados internacionales, seguida de una privatización del sector público industrial. Bancos (Argentaria), comunicaciones (Telefónica y Correos), astilleros, eléctricas, etc. siguieron la norma europea. Hay excepciones —el caso de Francia, cuya industria de generación eléctrica está nacionalizada—, pero España se homologó en casi todo con la pauta general.

Ahora, Bruselas está rectificando los errores de 2008. La frialdad con que se aplicaron durísimas políticas de estabilización entonces, y que mermaron el prestigio de la UE, se ha convertido, para perplejidad de la derecha, en políticas de solidaridad e integración para salvar al estrato social inferior, que pasó entonces penalidades sin cuento. Hemos llegado en España a la tercera crisis (la guerra), después de la crisis financiera y la pandemia, con una tasa de más del 20% de personas en riesgo de pobreza, y era preciso evitar a toda costa que Putin nos volviera a sumir en la severa injusticia de la que venimos. Por ello, las políticas aplicadas son ahora sociales: se toman los recursos procedentes de impuestos especiales sobre la banca y las eléctricas, así como del exceso de recaudación, y se aplican a ayudas a los menos pudientes, desde abonos-transporte a subvenciones directas. Es progresismo pero no soflama revolucionaria. Máxime cuando lo que ahora se pretende recaudar de los bancos, unos 1.500 millones de euros al año durante algún tiempo y a cargo de los beneficios extraordinarios, es una migaja frente a los más de 50.000 millones de euros que pusimos todos a escote para ‘reflotar’ el sistema financiero hace una década. Dinero que nunca regresó.

El gran cambio experimentado es fruto de la experiencia. Las terapias contra las crisis no pueden estrangular a las ciudadanías ni generar hambre y miseria como había hecho históricamente el FMI. Tras la crisis de 2008, varias escuelas de economistas —la de Piketty, en primer lugar— han llegado a la conclusión de que la integración social, la equidad, es un factor de productividad. Una sociedad sana, tratada con justicia y sostenida su autonomía personal mediante salarios suficientes, será más productiva la que está agobiada por la presión exorbitante de una política económica restrictiva.

Dicho en otras palabras, la derecha y la izquierda siguen existiendo, obviamente, pero los márgenes de actuación entre ambas son cada vez menos relevantes en la macroeconomía, aunque sean opuestas las sensibilidades. En otras palabras, como escribió Eugen Weber el siglo pasado, cuando empezó a hablarse de nivelación ideológica, «Derecha e izquierda se han convertido en una cuestión de opinión, no de hecho; en un problema de gustos, no de definiciones».

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