Corría la primavera de 1940 cuando el a la sazón premier británico Churchill —gran bebedor, aunque sabía cuándo y cómo beber, a diferencia de otros premiers más recientes— prometió a su pueblo sólo cuatro cosas: sangre, penalidades, sudor y lágrimas. Así un auténtico líder galvanizó a dicho pueblo en plena derrota durante la batalla de Francia, y logró transformar su hora más oscura en, sólo unos pocos meses después, su mejor momento —their finest hour— a raíz de su victoria in extremis en la decisiva batalla de Inglaterra. Un líder carismático fue capaz de orientar hacia la victoria, la paz y la justicia a un pueblo que aún no había entrado en decadencia.

En este verano de 2022 a la mayoría de europeos nadie nos bombardea, más que nada porque no estamos en guerra. Ese dudoso honor queda reservado para el pueblo ucraniano y sus agresores rusos. Nadie nos ha repartido aún cartilla de racionamiento alguna, ni se nos ha restringido ninguna libertad personal. Y sin embargo, la mitad de europeos andamos enfadados, y la otra mitad, muertos de miedo. Que si la inflación, que si la inminente crisis económica, que si un hipotético holocausto nuclear, que si Rusia nos va a cortar el gas y no podremos protegernos del frío otoñal e invernal…

Es obvio que no tenemos líderes carismáticos como Churchill. Por economía del lenguaje, podría reescribir la frase anterior diciendo que no tenemos líderes, y ya está. Pero debemos recordar que los líderes son espejo de su pueblo. Volviendo al ejemplo del primer párrafo, recuerdo un manual de cortesía y supervivencia social que se proporcionaba a los primeros soldados norteamericanos que se alojaron en el Reino Unido desde 1943 para acumular suficientes fuerzas como para liberar la Europa subyugada por los nazis a partir de 1944. En dicho manual se advertía a los jóvenes estadounidenses que no desdeñaran a sus huéspedes británicos, y que no se dejaran engañar por sus buenos modales —cuando los británicos están sobrios, claro está—: british are tough (los británicos son duros), sentenciaba el manual.

Es necesario que los europeos nos preguntemos si queremos estar a la altura de los británicos en 1940, o si más bien queremos parecernos a nuestros actuales no-líderes, cuyo ascenso al poder, recuerdo, habría sido imposible sin nuestra aquiescencia. Imperfectas o no, somos democracias, ¿no? Pues por algo tenemos lo que tenemos.

Todos —al menos yo sí— llevamos dentro un rincón ruin y egoísta. Ese lado oscuro me dice, a veces, que lo más práctico sería que Ucrania cayera rápidamente y se viera obligada a pedir una paz negociada y, tras unos meses de tensión fingida con Rusia, todo volviera a la normalidad anterior a la guerra. Así la inflación se moderaría paulatinamente, volveríamos a la abundancia y a la falsa sensación de seguridad, y podríamos limitarnos a preocuparnos por el coronavirus. De hecho, esta es la mezquindad presente en las propuestas de empezar a restringir la ayuda a Ucrania. Es un poco lo de «no los empujemos, esperemos a que se caigan solos»; eso es lo que les falta decir a los falsos amigos de la ‘paz’.

Pero lo que sé, en el fondo de mi corazón, es que ya que no luchamos hombro con hombro con los ucranianos, al menos no podemos abandonarlos a su suerte, y debemos asumir la duración de la guerra, sea larga o corta. Es un imperativo moral y humanista (NOTA: esta última frase no es apta ni para fascistas ni para comunistas; paren de leer este artículo si no quieren infartarse).

Veamos: lo más probable es que el oso ruso nos corte el gas en breve. Y eso es un problema objetivo de difícil solución a corto plazo. Habrá más crisis de oferta, más inflación, y probablemente restricciones en el consumo de energía, sobre todo de gas. Y todo eso jode, y mucho. Odio la positividad tóxica de estilo Mr. Wonderful, pero, por una vez, yo veo más una oportunidad que un problema, aunque no niego que tengamos un buen marrón.

Volviendo a mi época de referencia, que suelen ser los años 30 y 40 del siglo XX, poca gente sabe que cuando el ejército alemán se quedó sin pozos petrolíferos a causa de sus derrotas militares, sus máquinas de guerra siguieron marchando porque fueron capaces de inventar la gasolina sintética a partir del carbón. Era cara, eso sí, pero funcionaba. ¡Y lo hicieron con la tecnología de hace 80 años!

¿Qué podemos hacer nosotros? Para empezar, aguantar el tirón, recuperando tensión ética y dejando un poco atrás el decadentismo acomodaticio. Aguantar el frío cuando llegue, apretar los dientes, tratarnos mejor, ayudarnos los unos a los otros, dejar de quejarnos. Pero con un objetivo, porque el sacrificio sin luz al final del túnel es insostenible a medio plazo. En 1940 los pueblos libres tenían claro que su objetivo era salvar el mundo del horror nazi y restablecer la democracia en la medida de lo posible. Ahora nuestro objetivo vuelve a ser evitar nuestra desintegración interna como democracias, detener al tirano y, ya de paso, salvar el planeta. No bromeo.

En primer lugar, hay que controlar la inflación. Ahí el pacto de rentas jugará un papel ineludible para evitar la espiral ascendente de precios y salarios, y los líderes sindicales deben aceptarlo, por más duro que parezca en primera instancia. Pero, dado que tenemos inflación por contracción de la oferta, y no por expansión de la demanda, no tengo nada claro que sea una buena idea subir los tipos de interés, o al menos no lo es quedarse en eso. Los Estados deberán retomar un papel activo con medidas microeconómicas de control de la inflación, sobre todo estimulando la oferta en sectores estratégicos con inyecciones de subvenciones administradas con un inteligente cuentagotas, y también con estímulos fiscales ad hoc. Eso sí que sería precisión, y no la diplomacia de la ministra Montero (Irene). El problema es que dichas medidas requieren visión, planificación, estudio, esfuerzo y generosidad. Dudo que la mayoría de nuestros gobernantes y dirigentes empresariales sean capaces siquiera de entender lo que estoy diciendo, y mucho menos de ponerlo en práctica.

En segundo lugar, no podemos generar alternativas al gas de un día para otro y con un simple chasquido de dedos, pero sí podemos ir preparándonos para un futuro próximo sin hidrocarburos, mucho más cercano de lo que era previsible antes del 24 de febrero de 2022. Comprendo el debate en torno a la reactivación de la energía nuclear, pero sólo como parche provisional. Ha llegado la hora del I+D+i. ¡Tenemos tanto que hacer! Reindustrializar nuestros países, mejorar (mucho) la tecnología de las baterías, profundizar en la viabilidad industrial de los motores de hidrógeno, estudiar cómo transportar electricidad limpia a largas distancias minimizando pérdidas, y todo eso sin olvidar que hay que multiplicar por 10n la inversión en el desarrollo de la fusión fría. Si aprendemos a soportar el período de transición, no sólo no volveremos a estar nunca más a expensas de ningún sátrapa oriental, sino que quizá —sólo quizá— le demos la vuelta a la tortilla del cambio climático.

Paciencia, ética, inteligencia, amor, valor y sentido: ha sonado la hora del optimismo.