Hace un año, al final de la negociación de la reforma de la PAC, se discutió -a iniciativa del Parlamento Europeo- sobre la necesidad de imponer a los productos agroalimentarios importados desde terceros países las mismas condiciones medioambientales y sanitarias que se aplican a los productos europeos. La UE puso, por fin, el foco en una demanda histórica del sector, secundada por España y Francia, y se pidió a la Comisión la elaboración de un estudio que debería publicarse en junio.

Este informe ha despertado un gran interés en el sector hortofrutícola, quien ha denunciado durante años la pérdida de competitividad de los productos comunitarios en el mercado europeo, al tener que competir en desigualdad de condiciones con los procedentes de países mucho menos exigentes en términos ambientales, sociales o sanitarios y muy favorecidos por la política comercial de la UE.

El informe de la Comisión ha tardado un año, y analizado el documento, tengo la impresión de que se está desaprovechando una oportunidad histórica, porque no marca una estrategia para llevarlo a la práctica, le falta velocidad y firmeza. Esperábamos un plan de acción que permitiera que todos los esfuerzos exigidos a los agricultores europeos y que asumimos responsablemente para que nuestro sistema alimentario sea «justo, saludable y respetuoso con el medio ambiente», se apliquen igual y con la misma intensidad y garantías en los terceros países.

Agradezco la intención de la Comisión y algunas iniciativas para promover la aplicación de normas sanitarias y medioambientales a nivel mundial. Algo impensable hace un par de años. Pero lamento la falta de determinación de algunos representantes comunitarios, las reticencias políticas de muchos de nuestros países socios (dentro y fuera de la Unión), las contradicciones de nuestra sociedad (que pide más sostenibilidad en las urnas, pero no parece querer pagarla en el súper) y -sobre todo- las dificultades de los debates y discusiones en los foros internacionales.

Y mientras tanto a los productores europeos la Comisión nos ha marcado metas, plazos y objetivos medibles y cuantificados (para 2030 «reducción de uso de fitosanitarios en un 50%» y «que la producción ecológica alcance el 25 % de las tierras agrícolas»). Todo ello sin estudios de impacto o ignorando los pocos existentes, y lo que es más grave sin tener en cuenta los efectos sobre la sociedad de la pandemia y de la invasión de Ucrania por Rusia, que han puesto de manifiesto la dependencia exterior de la UE para cubrir sus necesidades básicas.

Temo que esta iniciativa

a favor de las «cláusulas espejo», quede en papel mojado o culmine demasiado tarde. Si es así, se debilitará más nuestro tejido productivo y el modelo de explotación familiar amenazado por la carrera hacia la competitividad vía precio. Lo que si podemos hacer como sociedad es el impulso del autoconsumo. Es necesario impulsar el producto local, de las islas. Reducir la dependencia del exterior supone una apuesta por la sostenibilidad. Iniciativas como la de Som Pagesos, marca de calidad creada por las cuatro mayores organizaciones productoras de frutas y hortalizas de Mallorca es una apuesta en esta dirección. Debemos acabar con la hipocresía de mirar con lupa el made in EU, pero consumir sin remilgo todo lo que viene de fuera porque es más barato.