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Antonio Papell

El cierre del ciclo autoritario

La Segunda Guerra Mundial fue un gran hito para Europa porque representó la victoria, intelectual y militar, de la democracia política basada en el sufragio universal y en los derechos humanos sobre los fascismos y los ultranacionalismos. Es cierto que las democracias occidentales, con los Estados Unidos a la cabeza, contaron con la ayuda inestimable del comunismo soviético, también enfrentado por otros motivos al nazismo y al fascismo, y de ahí que de Yalta y Postdam –y también de Núremberg- saliera un mundo bipolar, pero después fracasó el socialismo real y Europa occidental, ampliada hasta la frontera rusa, haya podido formar la pletórica Unión Europea, un designio gradual que ya estaba presente de manera tácita cuando comenzó la ardua posguerra.

España se había mantenido relativamente al margen de aquel proceso. El régimen franquista, que se implantó con la ayuda militar de Hitler y Mussolini, se enfrascó en su autarquía, capeó con habilidad el temporal democrático y logró sobrevivir por su anticomunismo cuando Occidente tuvo que poner barreras a la Unión Soviética. Por eso, la dictadura de Franco fue una isla, portaaviones de los Estados Unidos, en que el régimen pudo desenvolverse a su aire, sin más que guardar hasta cierto punto las apariencias. Después de la Guerra Civil, según datos de ilustres historiadores, unos 50.000 españoles fueron ajusticiados por haberse mantenido del lado republicano durante la contienda. El término genocidio no parece muy impropio para describir aquella matanza, ulterior a las que cometieron ambos bandos –el legítimo, republicano, y el ilegítimo, formado por militares golpistas- durante la propia guerra civil. El fusilamiento en Montjuich de Companys, expresidente de la Generalitat, exiliado en Francia al fin de la guerra y devuelto a Franco por la Gestapo, es una de las más llamativas muestras de aquella atrocidad masiva.

Nuestra Transición incluyó la ley de amnistía de 1977, que borraba todos los delitos políticos anteriores de ambos bandos. Aquella ley no fue una inteligente estratagema franquista para salir indemne de sus abusos y atrocidades sino la respuesta a una exigencia de la oposición democrática, que había convertido en desiderátum absoluto tal objetivo. Patrióticamente, los republicanos –desde los comunistas a los liberales demócratas-, estaban dispuestos a hacer primar la paz sobre la justicia, el olvido sobre la reparación. Nadie podía prever que no mucho más tarde la sensibilidad jurídica internacional declararía imprescriptibles y por lo tanto no amnistiables los crímenes de guerra, los de lesa humanidad, genocidio y torturas…

La ley de Memoria Democrática, que ya ha sido aprobada por el Congreso, sale al paso de esta contradicción: mantiene la ley de Amnistía pero establece la necesidad de «garantizar el derecho a la verdad de las víctimas de graves violaciones de los derechos humanos o del derecho internacional humanitario». Por lo que todas las leyes españolas, incluida la de Amnistía, quedan supeditadas al Derecho Internacional. Así, se podrían juzgar todos aquellos crímenes no amnistiables. Y desde luego será posible cancelar procesos inicuos, como el que condenó a muerte a Companys. También el Estado asumirá directamente la localización e inhumación digna de víctimas de la guerra y la posguerra, todavía dispersas por las cunetas en número escandalosamente cuantioso. Y, por supuesto, como se hizo en Europa después de 1945, se proscribirá la apología de las ideologías sanguinarias y excluyentes.

A partir de 1978, se siguió asesinando en España por razones políticas, aunque, como es lógico, las víctimas de este periodo no lo son ‘del franquismo’, y el cierre del ciclo autoritario debía hacer al menos una referencia a ese periodo. Por eso, una de las enmiendas más importantes, que el Gobierno pactó con Más País y EH Bildu, es la de crear una comisión de investigación que permita conocer si se cometieron vulneraciones de derechos humanos entre 1978 y finales de 1983. De tal modo, se busca reparar el daño causado a personas que hayan luchado de un modo u otro «por la consolidación de la democracia».

Se pretende, en fin, aplacar los últimos efectos de la dictadura y concluir una normalización que, por causas conocidas, se ha dilatado en el tiempo. Los partidos, como el PP, que vean razones espurias para rechazar este intento con amplio consenso social yerran una vez más, como tantas otras.

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