Hace ya 174 años de La Declaración de Seneca Falls, también conocida como la Declaración de Sentimientos y Resoluciones. Es uno de los hitos más emocionantes de la larga lucha por el derecho al voto de las mujeres. Hubo mucha gente en muchos países que durante muchos años tuvieron el mismo sueño de igualdad. En Estados Unidos, el movimiento sufragista estuvo muy relacionado con el movimiento antiesclavista. Pero las mujeres se dieron cuenta de que poco podían hacer por los esclavos si ellas mismas no eran sujetos de derecho; la ley las consideraba como propiedad de sus padres o esposos. Estaban excluidas de la mayoría de los aspectos de la vida adulta, no podían entrar a muchas profesiones, la propiedad e incluso sus sueldos pertenecían a sus padres o esposos, y, mucho menos se les permitía votar. Una de ellas, Angelina Grimké, dijo: «¿Qué puede, entonces, hacer la mujer por el esclavo, cuando ella misma se encuentra bajo los pies del hombre y condenada al silencio?». Bastantes hombres las apoyaron, todos ellos antiesclavistas. Otra cosa era convencer a los políticos; para la mayoría, el tema sonaba a broma o peor, les producía pura indiferencia.

Las activistas más conocidas fueron Susan B.Anthony, Lucretia Mott y Elizabeth Cady Stanton. Las dos últimas se habían conocido en Londres en la Convención Internacional Antiesclavista. Cuando les dijeron que no autorizaban a las mujeres a tomar la palabra en la Tribuna, allí mismo se juraron que no aceptarían jamás que se les negara el uso de la palabra sólo por el hecho de ser mujeres. Y comenzaron a preparar otra Convención por sus derechos.

Fue en 1848 en la ciudad de Seneca Falls, cercana a Nueva York. Durante el 19 y 20 de julio de 1848 se juntaron sesenta y ocho mujeres y treinta y dos hombres​de diversos movimientos y asociaciones políticas de talante liberal. Aun así, la Convención fue encabezada por un hombre. Hasta entonces ninguna mujer había presidido una Convención. Eligieron a James, el marido de Lucrecia Mott.

Como casi ninguna mujer hablaba en público, no estaban acostumbradas a hacerlo, así que Elizabeth Cady Stanton se tuvo que tragar su pánico confesado al subir al estrado para leer la «Declaración de Sentimientos». ¡Qué nombre más bonito para una causa tan justa! Me la imagino avanzando hacia la tribuna, con las rodillas temblando, la respiración a medio gas y la boca seca, pero decidida a soltar todo lo que llevaba dentro, porque era justo. Os animo a buscar en el servidor esta Declaración de Sentimientos, es una preciosidad. La había redactado siguiendo el estilo de la Declaración de Independencia, «con lo que consiguió cargarla con una poderosa fuerza de convicción y de significado histórico». Los periódicos denunciaron la Convención como «el incidente más sorprendente e innatural que se haya recordado en la historia de la mujer».

Se tardó 72 años en conseguir el voto en todo Estados Unidos; sólo una de las firmantes de la Convención, Charlotte Woodward, seguía con vida cuando fue ratificado. Pero votó.

Aunque había muchísimas mujeres sufragistas, también quiero recordad a Sojourner Truth. Su nombre debería estar al lado del de Espartaco. Nació esclava en 1797. El amo la puso de nombre Isabella. A los once años la vendió a una familia inglesa. Y un tercer amo, Dumont, la casó con un esclavo llamado Thomas. Thomas e Isabella tuvieron cinco hijos a los que vieron vender, uno a uno hasta que ella pudo huir en 1828 con su hijo pequeño. Cambió su nombre de esclava por el de Sojourner Truth y no paró de luchar contra la esclavitud. Se juntó con las sufragistas y luchó toda su vida por el derecho al voto, dejando muy claro que las mujeres negras debían, por justicia, ser consideradas ciudadanas igual que las blancas.

En una convención por los derechos de las mujeres, ante las afirmaciones de un clérigo sobre «esas criaturas físicamente desvalidas que son las mujeres», Sojourner subió al estrado y contestó: «Ese hombre dice que las mujeres necesitan ayuda para subir a los carruajes o salvar obstáculos, y que en todas partes se les ceden los mejores sitios. A mí nadie me ayuda a subir a los coches ni a saltar los charcos, ni me ofrece su asiento... y ¿acaso no soy una mujer? ¡Miren este brazo! Con él he arado, sembrado y recogido cosechas, sin ayuda de ningún hombre... Y ¿no soy acaso una mujer? He sido capaz de trabajar y –cuando podía- de comer tanto como un hombre, y ¡también de aguantar el látigo! Y ¿no soy acaso una mujer?». O todas o ninguna.