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Matías Vallés

El odio a Sánchez

Antes de subsanar las carencias de su ejecutivo, su gestión y su proyecto, el presidente del Gobierno debe resolver la animadversión personal que suscita

En 1982, toda España votó a Felipe González, porque los votantes de Manuel Fraga solo se inclinaron hacia el PP a condición de que estuviera garantizada la victoria del PSOE. En Andalucía se ha repetido el fenómeno, han votado sin excepciones a Moreno Bonilla porque los sufragios de izquierda no se han emitido para entorpecer el resultado previsto, sino una vez que la mayoría absoluta era irreversible. Y el campeón abrumador era solo un instrumento de ciudadanos que miraban hacia otra parte.

La pregunta sobre si el voto andaluz golpea a Madrid es retórica. Sin embargo, hay que fijar la diana. El puñetazo colectivo no va dirigido contra el Gobierno central en abstracto, mucho menos contra su composición o trayectoria. Ni siquiera apunta a la gestión del presidente, sino que señala directamente a la figura del titular. El odio a Pedro Sánchez define ahora mismo los marcadores políticos y electorales españoles. El aprecio por el personaje se ha esfumado incluso entre los más fieles.

No es necesario gobernar muy mal para perder unas elecciones, a menudo ni siquiera es suficiente. Si el titular mantiene su valoración individual al margen de los vaivenes del ejercicio del poder, véase la figura neutra de Angela Merkel, goza de una ventaja de partida. El físicamente agraciado Sánchez siempre arranca con un hándicap en este apartado. En septiembre de 2016, años antes de debutar, un editorial de El País consigue retratarlo como «un insensato sin escrúpulos». Es lo más lejos que se ha llegado en la prensa seria contra el candidato a estrenar de un partido mayoritario.

Con Sánchez nunca fue solo política, siempre se entrometió una cuestión personal. La probable injusticia de una descalificación sin base argumental no exime de la responsabilidad de buscarle un cortafuegos. Minimizar el problema del odio concentrado en la figura de Sánchez ha llevado al PSOE a la cadena de desastres autonómicos en curso. Antes de subsanar las carencias de su ejecutivo, de su gestión y de su proyecto, el presidente del Gobierno debe resolver la animadversión que suscita su persona entre quienes deberían votarle.

Francia ofrece un ejemplo cercano en tiempo y espacio. El equipo de campaña de Emmanuel Macron sabía que el principal obstáculo para la reelección al Elíseo radicaba en el odio personalizado que suscitaba el presidente. En este caso se apuntaba a la prepotencia del cuarentañero, a su síndrome de primero de la clase, a una falta de ductilidad que le llevaba a enfrentamientos dialécticos inesperados con los ciudadanos que se le aproximaban. De la interrogación a la imprecación, o a la retirada autoritaria de la ciudadanía a millones de no vacunados.

Macron corrigió su imagen con notable éxito, aunque ayuda tener enfrente a Marine Le Pen, a la que enmendaba la plana con su aura de catedrático en el debate televisado. La arrogancia en público no consta entre los vicios de Sánchez. Ha ejercido de perfecto anfitrión en la cumbre de la OTAN, sin apabullar con sus centímetros de más ni con un exceso de cultura verborreica. Tremendamente educado, brindaba el pasado jueves un agradecimiento personalizado a cada pregunta de la rueda de prensa. Y sin embargo, el actual rechazo al presidente del Gobierno está teñido de odio, de «la cólera del español sentado» que bautizó Lope de Vega.

Tras la aniquilación de Ciudadanos en las andaluzas, su candidato Juan Marín se refugió en el bolero sentimentaloide «No sé qué es lo que he hecho mal para que este castigo haya sido tan duro». Es la versión actualizada y sonrojante del ¿Qué he hecho yo para merecer esto! almodovariano. Ningún votante perdería el tiempo odiando al vicepresidente del gobierno andaluz, aunque paga en diferido la inquina que han incubado oportunistas zarzueleros como Albert Rivera o Inés Arrimadas. El único superviviente del fulgor de la pasada década es Sánchez, y no se encuentra demasiado bien.

El odio es difícil de encauzar, solo remite cuando se demuestra que es infundado o exagerado. Por desgracia, esta verificación empírica exige la desaparición del personaje odiado. En Sánchez se ha mustiado hasta la belleza que el líder socialista confesaba ante Pablo Motos. Por supuesto, siempre podrá contar con el respaldo de los mismos clarividentes que a principios de 2014 proclamaban que Juan Carlos I estaba pletórico para continuar en el trono.

En su última pirueta, el presidente del Gobierno ha encomendado a Joe Biden la ruptura del maleficio, pero demasiado ha hecho el emperador del planeta al no confundir a Pedro Sánchez con Felipe VI, o al no llamar Madame Le Pen a Brigitte Macron. La cumbre de la OTAN ha sido el festival de Eurovisión con bombas, y el papel impecable de la organización española se disipará en un instante. Entonces se repasará la programación electoral vigente, para recordar que las restantes regiones han de pasar por las urnas, que suena a pasar por las armas, antes de las generales. Otra docena de votaciones para calibrar el rencor, aparte de la constatación de que encontrar un candidato difícil de odiar es una labor ardua, aunque el PP parece haber acertado con la tecla.

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