En España se están tramitando normas que pueden menoscabar la autoridad de los padres de menores con presunta disforia, ya que facultan a la administración pública para intervenir en caso de detectar riesgos.

La denominada Ley Trans, aprobada por el Gobierno hace unos días, considera que «la negativa a respetar la identidad de género de una persona menor de dieciocho años por parte de su entorno familiar perjudica el desarrollo personal del menor, a efectos de valorar una situación de riesgo» (art. 6.4). También el Estado «mediará» si una persona de entre 14 y 16 años desea cambiar la mención de su sexo en el Registro Civil y sus padres se oponen (art. 9).

Por su parte, la ya aprobada Ley de protección integral a la infancia considera «indicador de riesgo» la «no aceptación de la orientación sexual, identidad de género o las características sexuales de la persona menor de edad».

La ley vigente, de 2007, permite a las personas cambiar su género simplemente con una declaración expresa, pero exige un informe médico o psicológico y dos años de tratamiento hormonal.

El feminismo radical está observando en la llamada autodeterminación de género un significativo retroceso para muchos de sus derechos y de sus reivindicaciones. Una discusión que se presenta viciada desde el inicio porque plantearse si la sexualidad tiene una raíz biológica o psicológica, o ambas, no tiene nada que ver con respetar a las personas o defender los derechos de estas, sean trans o no lo sean.

Rebajar la identidad sexual a un simple deseo o voluntad significa entrar en un resbaladizo terreno que puede lesionar los derechos de muchas mujeres, de los menores, de las personas gais y, al final, de las propias personas trans y de toda la sociedad.

Esta nueva normativa puede perjudicar a las mujeres en cuestiones como las cuotas laborales, el deporte, la seguridad o la anulación de su protección. Basta pararse a pensar en competiciones deportivas donde se enfrentarán mujeres y personas trans en igualdad de condiciones, o en algunas profesiones tradicionalmente masculinas donde las mujeres han entrado con mucho esfuerzo (como el ejército o la policía). En cuanto a la violencia de género, una importante lucha del feminismo se diluye si en la ecuación se prescinde de la variable del sexo. Y eso sin entrar en el tema de los espacios seguros o las cárceles.

En cuanto a los menores, el daño que puede hacerles una ley que anula el sano desarrollo de su personalidad sin estereotipos de género, que les patologiza desde los 12 años o que permite hormonaciones y mutilaciones. Con otras palabras, las consecuencias que puede tener para los menores una ley que, en cierto modo, les utiliza como piezas de una compleja ingeniería social, son inimaginables.

Además permitirá que los menores, a partir de los 16 años, cambiaran de sexo sin el consentimiento de sus padres. Un proceso que puede tener consecuencias de por vida, perjudicando especialmente a las personas trans, pues, al situar el género en una construcción voluntaria, el texto termina afirmando que cualquier persona es trans –o puede serlo en algún momento de su vida–, niega la disforia de género (que considera un estigma) y rechaza la posibilidad de que profesionales les evalúen con garantías.

Las presiones sobre los progenitores asumen formas variadas. De una parte, acecha la amenaza legal: si un juez concluye que no están obrando «en el mejor interés del menor», pudiera incluso llegar al extremo de quitarles la custodia legal.

Al final, se trata de «un solos contra el mundo», porque entre los médicos que alertan del espantajo del peligro, los lobbies que presionan, los medios de comunicación entregados a la causa trans y los responsables políticos que asienten y sonríen para la foto, poco asidero les va quedando atrapados mágicamente en un cuerpo ajeno.

Y, como sucede en estos últimos tiempos, todo esto nos lleva a que sea incompatible la libre autodeterminación de género con una cierta seguridad jurídica.