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Juan José Millas

Tierra de nadie

Juan José Millás

Fruta podrida

Ayer rompí un cuaderno siniestro. Lo encontré por casualidad entre los libros apilados en el suelo de mi estudio. Contenía una especie de diario que escribí hace años, en una mala época. Estaba escrito desde una oscuridad anímica que daba miedo. Lo perpetré en un apartamento en cuyo salón había unas cortinas que daban la impresión de cubrir una ventana grande. Al correrlas, advertías que no había ventana. Pese a todo, alquilé el apartamento porque era barato y viví en él un par de años. Pensaba con frecuencia cómo sería arrojarse al vacío desde aquella ventana inexistente. Una noche soñé que la puerta del piso también era de adorno y me desperté lleno de angustia. Fui a verla y comprobé que se trataba de una puerta practicable y que por lo tanto podría escapar cuando quisiera de aquel agujero.

Cuando en los trenes uso el baño, siempre imagino que la puerta, después de cerrada, quedará misteriosamente sellada y no podré regresar a mi asiento. Mis gritos de socorro no se oirán por el ruido del tren. El cuaderno que destruí era así de claustrofóbico. No podía salir de él, que viene a ser lo mismo que quedar atrapado dentro de una novela. ¿Hay ensaladas siniestras, potajes siniestros, calamares en su tinta siniestros? ¿Son siniestras las acelgas hervidas? A veces tardo más de la cuenta en tirar a la basura la comida pasada. La voy dejando ahí, cubierta con papel film en la esperanza de que aguante. Poco a poco, esa comida que sobró el martes de la semana anterior se va volviendo siniestra. No quiero verla, por eso tardo tanto en desprenderme de ella.

Así dejé de ver también el cuaderno en el que mi escritura se había ido pudriendo. Un cuaderno en el que hablaba de una habitación con unas cortinas que cubrían una ventana inexistente por la que me suicidaba cada tarde. No soporté su relectura como no soportaría comerme un guiso de hace quince días. De modo que arranqué sus hojas que luego rompí en mil trozos que acabaron en el cubo de la basura de los restos orgánicos. Pero la ventana falsa, que tantos suicidios inversos produjo, se quedó dentro de mi cabeza como se queda en la garganta el sabor de una fruta podrida.

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